Budapest, estación de tránsito para los refugiados ucranios
Jaled (Damasco, 55 años) le trae un té caliente a su hijo Basel (Odesa, 18 años) en las mesas dispuestas en hileras del BOK Hall, unas instalaciones olímpicas en las inmediaciones de la estación del Este de Budapest reconvertidas en zona de tránsito para refugiados ucranios. “No sabemos a dónde ir”, dice Jaled con la mirada hundida en una profunda tristeza. Lo que sí sabe es que no se van a quedar en Hungría. Al país han llegado a través de la frontera ucrania o desde Rumania al menos 530.000 personas desde el inicio de la invasión rusa el 24 de febrero, según datos oficiales de este lunes. Cerca de 8.000 habían pedido protección temporal internacional hasta el 28 de marzo. La mayoría, como Jaled y Basel, pasa por Hungría de camino a otros destinos, según reconoce el Gobierno, pero es imposible saber cuántos son porque nadie los cuenta.
Jaled y Basel parecían perdidos este lunes en un viaje forzado que comenzó el 27 de febrero en Odesa, les llevó a Moldavia y después a Bucarest, en Rumania. “No sé a dónde ir”, repetía el padre. “En Alemania hay muchos ucranios ya, aunque su madre está ahí”, decía refiriéndose a su expareja. Jaled le daba vueltas a distintas opciones —Bélgica, quizás Canadá—, y rompía a llorar cuando se le preguntaba cómo se encontraba. No estaba bien. Le estaba costando asumir que temporalmente le define más su condición de refugiado que su carrera de investigador en ingeniería nuclear. Que ahora depende de la ayuda de otros para comer y dormir. Se resistía a la idea de que probablemente tendrán que alojarse, quién sabe por cuánto tiempo, en centros de emergencia masificados donde su hijo Basel, “que es muy escrupuloso”, no podrá ir al baño con regularidad. Lo que él quería era volver a casa y reunirse con su otro hijo que, por su edad, no pudo salir de Ucrania.
El Gobierno húngaro reivindica —a las puertas de las elecciones de este domingo, las más reñidas desde que Viktor Orbán, considerado el aliado de Vladímir Putin en la UE, llegó al poder hace 12 años— los esfuerzos que está haciendo para proporcionar ayuda al gran flujo de personas que ya ha recibido y que espera que sigan llegando. Por el BOK Hall pasan unos 1.500 refugiados al día desde las estaciones de tren de la capital. Allí pueden permanecer durante un máximo de 12 horas para descansar, comer, adquirir billetes de tren, cambiar dinero y, si lo necesitan, solicitar información para quedarse en Hungría. Junto a representantes del Gobierno hay organizaciones humanitarias como Cáritas, Cruz Roja o Migration Aid.
Marta Pardavi, copresidenta del Comité de Helsinki húngaro, celebra la “muy positiva y rápida” reacción del Gobierno de Orbán, que desde el inicio de la guerra, el 24 de febrero, abrió espacios para acoger a los refugiados y ofrecer ayuda de emergencia. “Esta bienvenida es una excepción en un sistema muy cerrado”, advierte, sin embargo, en una colorida oficina en el barrio judío de Budapest, donde una decena de jóvenes expertos se afanan en resolver casos legales de demandantes de asilo. El Gobierno lo ha dejado claro en varias ocasiones: sus puertas están abiertas para los refugiados que huyen de la guerra de Ucrania; el resto siguen siendo considerados migrantes y son rechazados en la frontera.
Hungría ha hecho bandera del cierre de fronteras, de la construcción de vallas y del rechazo a los migrantes, especialmente si son musulmanes. Cuando miles de refugiados que huían de la guerra de Siria en 2015 intentaban atravesar el país para llegar sobre todo a Alemania, el Ejecutivo ultraconservador de Fidesz les cerró la puerta. De forma gradual, Budapest fue desmontando el sistema de asilo, lo que le costó enfrentamientos con Bruselas y la justicia europea: legalizó las expulsiones en caliente, rechazó el sistema de cuotas europeo, estableció que los solicitantes de asilo solo podían demandarlo desde las embajadas de Kiev (Ucrania) y Belgrado (Serbia), y criminalizó a las organizaciones de ayuda al refugiado.
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En medio de esta crisis, el Gobierno ha respondido. Pero organizaciones como Human Rights Watch le afea que no está informando de manera adecuada sobre el derecho a protección internacional temporal durante un año con el que cuentan los refugiados ucranios y que da acceso al sistema de bienestar, incluyendo la atención sanitaria y la educación. “Hemos publicado folletos informativos porque hemos detectado que no se está dando adecuadamente esta información”, denuncia también Parvadi. La responsable de la mayor organización de defensa de derechos humanos del país se pregunta si la razón “es pura incompetencia o si es consistente con el enfoque de Hungría de esperar que continúen su camino”. También tuvieron que mediar para que se resolviese la situación de los residentes de Transcarpatia con doble nacionalidad húngara-ucrania y se les reconociese también como refugiados. Ahora trabajan para que a los disidentes rusos o bielorrusos, o estudiantes extranjeros en Ucrania, por ejemplo, “que huyen de la misma guerra”, se les dé la misma protección.
El renacer de la sociedad civil
Aunque solo 8.000 se hayan registrado hasta el momento y muchos refugiados pasen de largo hacia otros destinos, Hungría da refugio a decenas de miles de personas, aunque a la copresidenta del Comité de Helsinki le preocupa que la bienvenida se sostenga a largo plazo. La emergencia llega cuando “la experiencia del sistema se ha borrado” y “no existe una cooperación óptima entre el Estado y la sociedad civil”, señala Parvadi, que está disfrutando del “renacer de la sociedad civil y el voluntariado”. En el último mes está ocurriendo que organizaciones muy estigmatizadas por ofrecer ayuda en la crisis de 2015, como Migration Aid, sean bienvenidas en lugares como el BOK Hall, donde el Gobierno reconoce que toda ayuda es necesaria.
Además de un espacio en ese centro donde ofrecen información a los que acaban de llegar, Migration Aid ha abierto en tiempo récord un albergue también para refugiados en tránsito, en una zona industrial del norte de Budapest. En un día, con la ayuda de una treintena de voluntarios y material procedente de donaciones privadas —colchones, ropa de cama, comida, etc.—, acondicionaron las 64 habitaciones y 260 camas del edificio vacío que iba a ser una pensión para trabajadores del polígono.
Márton Elodi, un desarrollador de software de 26 años, acudió como voluntario por un llamamiento en Facebook y desde el 11 de marzo coordina el albergue de la calle Madrid. En la sala habilitada como comedor, donde todos los días ofrecen una comida y distribuyen 400 bocadillos, todo gracias a donaciones privadas y de empresas, detalla que los “huéspedes” se pueden quedar hasta tres días mientras organizan las siguientes etapas de sus viajes. “Este sitio es más humano que otros y vemos que los refugiados, sobre todo mujeres y niños, se animan después de unos días”, cuenta Elodi.
No es el caso todavía de Daria Naimitenko, pelirroja de piel pálida y ojos rasgados, que permanece de pie en la recepción con la mirada clavada en el infinito. Esta estudiante de periodismo de 22 años explica que salió de Ucrania el 25 de marzo con su suegra por el paso fronterizo de Palanca, en Moldavia. De ahí fueron a Bucarest y ahora, desde Budapest, tienen previsto ir en tren a Bratislava para pedir una visa y viajar a EE UU, donde vive su cuñada. Su marido se ha quedado en Mikolaiv y su familia vive en Lugansk, en la región de Donbás. Solo con escuchar los nombres de estos dos lugares uno se da cuenta de la angustia que acarrea en este periplo, en el que Budapest es una etapa más del camino.
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