La guerra es la responsable de millones de muertes
En el capítulo 8 de un libro estremecedor, Humanidad e inhumanidad: Una historia moral del siglo XX, Jonathan Glover estima que en el período comprendido entre 1900 y 1989, la guerra fue la responsable de la muerte de 86 millones de personas. Irán e Irak, Corea, Vietnam, las dos guerras mundiales, son parte de los conflictos armados de los que resulta ese tenebroso saldo de muerte al que el autor califica de siempre impreciso y aproximado. Estima este filósofo británico, especialista en historia de la ética y de los asuntos prácticos de la moral, que de haberse repartido esta cifra de modo uniforme durante todo el período, la guerra habría matado alrededor de 2,500 personas por día, o sea, 100 por hora, las 24 horas del día, durante 90 años.
La idea del progreso moral de la humanidad, y la confianza ilustrada en la razón que animaron a pensadores como Kant y Lord Acton, y que fueron alimentadas por el prolongado período de paz que antecedió al estallido de la Primera Guerra Mundial, fueron sometidas a un serio cuestionamiento a raíz de la escala belicista escenificada en el siglo XX.
La guerra de agresión desatada por Vladimir Putin contra Ucrania ha vuelto a poner el dedo en la misma herida. Concluida la guerra fría -y en paralelo a progresos científicos que, como nos recuerda Steven Pinker, nos han permitido llevar a más de 70 años (ochenta en los países desarrollados) la expectativa promedio de la vida humana, reducir la pobreza extrema del 95 % de la humanidad a menos del 9 %-, la comunidad internacional de naciones asistió a una disminución de veinte veces las tasas de mortalidad causadas por las guerras, y cien veces las muertes provocadas por la hambruna. Había motivos para la esperanza.
Para muchos, la guerra, al menos en la escala con que se presenta la actual invasión rusa sobre territorio ucraniano, se presentaba como un asunto del pasado. Pero cuando miramos que en apenas 34 días transcurridos desde su inicio, solo la comunidad de desplazados de sus hogares supera los 10 millones de ucranianos (una cuarta parte de la población total del país), tanto dentro como fuera de las fronteras de su territorio; cuando miramos el horror del asesinato a mansalva de civiles que tiene lugar con los bombardeos rutinarios de hospitales civiles, maternidades y escuelas; cuando escuchamos la frecuente alusión a la probable escalada nuclear del conflicto, y vemos las apocalípticas imágenes de las ciudades destruidas, solo nos queda la amarga constatación de que estamos siendo testigos de una nueva etapa de perturbación a gran escala de las posibilidades de una paz duradera en la comunidad internacional.
Hacia el final de La Peste, esa soberbia metáfora del vacío y la solidaridad escrita por Albert Camus tras la Segunda Guerra Mundial, el doctor Bernard Rieux, su personaje central, decide que llegó el momento de confesar que es el autor de esa crónica que toca a su fin. Para entonces ya tenía conciencia de que no se trataba de la crónica de la victoria definitiva, sino del testimonio “de lo que fue necesario hacer y que, sin duda, deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos.”
Sabía que esa muchedumbre dichosa, congregada en las calles y plazas de la ciudad para celebrar la liberación del flagelo, “ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.”
Pero esa última noche, mientras subía a la terraza de su último enfermo, a contemplar la algarabía festiva de la ciudad liberada, el doctor Bernard Rieux tenía entera conciencia de algo más. Allí, mientras tomaba la decisión de narrar la crónica de aquellos años de muerte, sufrimiento y exilio, lo hizo, nos recuerda el autor, “para testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.”
Que haya soldados en los campos de batalla masacrando a otros humanos, muchas veces indefensos, si bien nos habla del dolor y el sufrimiento que somos capaces de infligirnos mutuamente, nos ofrece solo un aspecto de nuestra condición. No es un retrato completo de nuestra compleja estructura moral. Conviene recordar que La Peste es, al mismo tiempo que un testimonio del horror y la muerte, una hermosa crónica de nuestra capacidad de sacrificio solidario y de entrega a la causa de los más urgidos de cuidado y de afecto.