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Las consecuencias de la Guerra en Ucrania

Las consecuencias de la Guerra en Ucrania

Las consecuencias de la Guerra en Ucrania

Las imágenes que traen los tantos medios de comunicación enfrascados en la cobertura del conflicto bélico en Ucrania son todas dolorosas. Reflejan en parte la tragedia que es la violencia a gran escala, sin importar las razones detrás de la destrucción. Hay otras que evocan nostalgias, que se estrellan con efecto devastador contra el deseo nunca extinguido de revivir experiencias con la misma intensidad de la primera vez.

Me ha ocurrido con Odesa, la llamada Perla del Mar Negro, esculpida en mis recuerdos con relieves de belleza que creía irrevocables. Esa imagen de ciudad histórica, de edificios que revelan la fortaleza de una cultura y vitalidad contagiosa, se estrella contra otra realidad: gente cavando fosos, erigiendo barreras antitanques, colocando barricadas de sacos de arena enfrente del grandioso edificio de la ópera.

Es una Odesa que desconozco, que aporrea emociones guardadas desde que aterricé en su aeropuerto internacional después de una breve escala en Fráncfort. Huésped exigente de múltiples culturas, su paisaje urbano reflejaba la riqueza que casi siempre acarrea la diversidad.

El último reducto marítimo de Ucrania está ya bajo el ataque de la armada rusa, fondeada en aguas que recuerdo muy calmadas. La otra amenaza, terrestre, le llega desde el Este una vez vencida la defensa montada por los ucranianos en Mariúpol, la otra ciudad portuaria ahora con una importancia estratégica fundamental.

Como decía, mis recuerdos son otros; a ellos me aferro sin importar la avalancha de noticias negativas, la destrucción pronosticada, la alegría rota y el drama en crecimiento. Los comparto.

 Apenas templaba el sol la mañana sabatina del otoño incipiente cuando ya estaba en pie, dispuesto a descubrir lo que ya había visto en aquel celuloide nebuloso, joya inigualable  del cine mudo: las llamadas Escaleras de Potemkin, lugar de filmación de una de las escenas más aclamadas e impactantes en la historia del séptimo arte. En El acorazado Potemkin, Serguéi Eisenstein utilizó los peldaños que conducen hasta el puerto de Odesa, ciudad en el sur ucraniano recostado sobre el Mar Negro, para reinventar el patriotismo y condenar la violencia zarista en una película que, de no ser por el genio de ese verdadero revolucionario del cine, no habría pasado de simple panfleto propagandístico.

Curiosa, la historia. Fue un francés, el duque de Richelieu, el primer alcalde y se cuenta que quiso hacer de la ciudad otro París, pero superior en belleza. Y fue un español, José de Ribas, el comandante de las tropas rusas que arrebataron a los turcos los terrenos donde nació Odesa, en el siglo XV. La calle Derybasivska honra el nombre del guerrero venido de la península ibérica. Y fueron rusas las fuerzas que liberaron de las garras nazi la ciudad que ahora amenazan con destruir.

Con la estatua del duque de Richelieu como guardián permanente desde la esplendorosa calle Primorskiy,  se extiende hacia el muelle la famosa escalera que sirvió de inspiración en 1925 al cineasta letón cuando, según cuenta, vio rodar una cereza por esos peldaños de cemento donde situó a los soldados zaristas –sin revelarles el rostro–,   que disparan a mansalva contra la multitud indefensa. El escenario apenas ha cambiado. No me fue difícil imaginar aquella madre de rostro hendido por el terror con el hijo desangrándose en los brazos y que implora en vano a la soldadesca que no dispare. Tampoco el inicio de la matanza, cuando un minusválido desprovisto de ambas extremidades inferiores se desplaza a saltos por los muros laterales de la escalinata.  Las botas y los uniformes bajan acompasados con los fusiles tosiendo fuego y, al final de la escalera, los cosacos a caballo impiden con sus sables ansiosos de carne y sangre que la multitud aterrada escape.

El fragmento más sobrecogedor — un hito en un medio de entretenimiento cuyo poder ideológico estaba en ciernes– corresponde al coche infantil pendiente abajo luego de que la madre que lo arrastraba fuese herida de muerte. El primer plano de la toma insistente dramatiza y potencia el desamparo del niño ante la combinación de fuerzas incontrolables en medio de aquella carnicería. Aunque la historia sí registra el motín de los marineros del acorazado, controlado por las autoridades y sus responsables condenados a muerte, la matanza en el lugar emblemático de la bella Odesa nunca ocurrió. Como tampoco hay explicación lógica para el carro infantil en medio de las escalinatas. ¿A quién se le ocurriría descender por una escalera larga y pronunciada arrastrando a un bebé en su cochecito? El mensaje ideológico es lo que importa, y Eisenstein lo transmitió con vigor y de paso hizo historia.

Irreales me parecieron otros detalles que muy pronto me sacaron de mis cavilaciones cinemáticas y fílmicas: varias parejas de novios, vestidos de gala matrimonial, se tomaban fotos en las Escaleras de Potemkin sin importar lo temprano de la hora. Continué mi exploración urbana a lo largo de la calle Primorskiy en dirección hacia mi hotel, el Londonska, el mismo donde se alojaron Eisenstein y su equipo de producción. Una parada corta para reponer energías y luego hacia el Palacio de la Ópera, el Museo de la Marina, donde estaba la sede del Partido Comunista al inició de la revolución bolchevique,  y el Arqueológico, todos agrupados en aquel recodo de Odesa que recoge en un caleidoscopio cultural de arquitectura, plazas, avenidas arboladas y calles empedradas, la riqueza histórica característica de las grandes ciudades europeas, y que en esta ciudad logró otra dimensión con el influjo otomano que le venía por la cercanía geográfica.

El Palacio de la Ópera, con su inconfundible fachada en barroco italiano y los bustos entre otros de Gogol y Pushkin, exiliado en Odesa,  son un testamento de la tradición literaria y artística del antiguo imperio ruso. Chaikovski dirigió allí en algún tiempo, probablemente alguna de sus composiciones que todavía ocupan lugares precedentes en los repertorios de las grandes compañías de ballet, el Bolshoi, por supuesto, incluido. También Rachmaninov. Era temprano aún, media mañana quizás, y aquel espacio urbano lleno de monumentos y grandezas recibía a cada momento nuevas parejas de novios, muy pocas acompañadas de amigos y familiares, que se fotografiaban en las poses características de los enamorados, algunas con botellas de champán ucraniano que probablemente nunca descendió hasta la temperatura correcta.

Aparte de la majestad de la zona, otra era la razón de la presencia allí de tantas novias ataviadas todas de blanco y sonrientes, tomadas de la mano por sus galanes. En la Plaza Doumska, frente al Palacio de la Ópera, están las oficinas del ayuntamiento donde cada sábado se ofician decenas de matrimonios civiles. Lo que sería impensable en nuestro trópico, bodas sabatinas antemeridianas, es usual por lo menos en esa parte de Ucrania.

Más que a un código común inflexible, los horarios responden a especificidades culturales determinadas por la conveniencia o razones que el tiempo borró pero que sin embargo permanecen en las tradiciones nacionales. Los sufrimientos que acarrean las guerras no tienen horario, tampoco fecha en el calendario. Lejos están de obedecer a diferencias culturales y nunca han cambiado de expresión fatídica con el tiempo. Su rostro aún es del mismo horror con que están planteadas las escenas de Eisenstein en las Escaleras de Potemkin. Es el rostro que rechazo para quedarme con aquel por donde asoman la nobleza, majestuosidad y belleza de una ciudad que nunca debería ser carne de cañón.

(adecarod@aol.com)

Los sufrimientos que acarrean las guerras no tienen horario ni fecha en el calendario. Lejos están de obedecer a diferencias culturales y nunca han cambiado de expresión fatídica con el tiempo.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.

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