Ucrania es el jamón del sándwich
Ombligo de Europa y a horcajadas entre Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la crisis en Ucrania plantea la resurrección de la Guerra Fría o valida el criterio de quienes afirman que esta nunca ha desaparecido, sino adquirido expresiones más sutiles una vez aparcadas las razones ideológicas. En el tablero de la política internacional, las realidades se construyen a partir de los intereses de los actores. La duda cartesiana es imprescindible en cualquier mínimo esfuerzo de aproximación a la verdad, nunca exacta, nunca imbatible. La retórica y argumentaciones contrabandeadas como principios devienen obstáculos que al más avispado pierden.
Situación compleja, la de Ucrania. Lo más parecido a una cleptocracia desde su separación de la URSS en 1991, ha ido de tumbo en tumbo, de crisis en crisis, en búsqueda de una identidad propia y un espacio que la geopolítica le ha negado. Como ocurrió con la descolonización promovida por los británicos en el siglo pasado, allí el concepto de Estado-nación cojea. Si en el caso la consolidación del Estado es de dudosa factura como lo han demostrado los acontecimientos recientes, no así la de dos naciones: una mira hacia el Este con Rusia como madre patria, y la otra hacia un Occidente que la relega al papel de hija bastarda. Consecuencia de la indefinición nacional, las lealtades divididas han signado su historia: en la Primera Guerra Mundial, una porción de los ucranianos se alineó militarmente con el Imperio austro-húngaro y la otra, con los rusos.
Visité Ucrania por primera vez poco después de la Revolución Naranja, un movimiento popular que se llevó de encuentro a Víktor Yanukóvich, pupilo del presidente Leonid Kuchma, gobernante de mano dura que en su inventario cuenta con haber embaucado a nuestro Hipólito Mejía con la promesa de una fábrica de ensamblar aviones ligeros y otra de tractores. Aún se hablaba con entusiasmo de esas jornadas que desde noviembre del 2004 hasta principios del 2005 congregaron a los ucranianos en una larga marcha por la libertad y la democracia que aún no termina. El fraude electoral había sido derrotado y el proocidental Víktor Yúshchenko se llevó la victoria en la repetición de las elecciones.
La capital, Kiev, es una ciudad de belleza eslava impactante y avenidas que se deslizan con grandeza en el inevitable concierto de las tiendas de las grandes marcas europeas, tan caras a los europeos orientales tras décadas de privación socialista. El campo es otra historia, la del atraso milenario y recordatorio vívido de las hambrunas que llevaron a la tumba a millones como consecuencia de las pérfidas políticas estalinistas. Aún no termino de arrepentirme de la osadía de aventurarme en un recorrido terrestre hasta Sumi, (cercana a la frontera con Rusia, hoy blanco de un bombardeo inclemente, con miles de refugiados). A metros de la moderna autopista que une Kiev y Járkov (bajo el asedio de las tropas y blindados rusos), corazón de la zona rusa donde se refugió originalmente el recién depuesto Yanukóvich, las carreteras no llegan a caminos vecinales, surcadas por hoyos que el invierno empeora y para los que no hay remedio en el presupuesto nacional, siempre insuficiente para calmar la voracidad de los políticos ucranianos. Me sorprendió la poca higiene en las paradas atiborradas de puestos de venta de las mercancías y alimentos más diversos. A instancias de la guía, osé probar un trozo de esturión preparado no sé cómo, y prontamente las arcadas hicieron compañía al cansancio provocado por la ruta infernal.
Hay futuro, ciertamente, en esos campos de tierras feraces, inabarcables, y ahora en manos de grandes corporaciones movidas por las ganancias previsibles en un mundo en el que la seguridad alimentaria es ya un reto mayor. La colectivización promovida por Stalin opera a la inversa, y he aquí parte del problema: el desempleo en Ucrania es crónico, como la corrupción. China ha logrado concesiones especiales para cultivar trigo que luego exporta a su territorio. La industria se ha quedado rezagada, unida a Rusia por una tecnología obsoleta que impide exportar a cualquier país que se respete. Volví a Ucrania años después, esta vez a Odessa en busca de los escalones que inmortalizó Serguéi Eisenstein en El acorazado Potemkin. Poco había cambiado y el gobierno de Yulia Timoshenko era otra farsa democrática más. Yanukóvich, como el ave fénix, la derrotó en las últimas elecciones y luego envió a prisión a la rubia de las trenzas doradas a la usanza ucraniana, comprometida superficialmente con el Occidente. Rusia, de la que depende Ucrania casi totalmente para cubrir sus necesidades energéticas, le había doblado el pulso en unas negociaciones cuyo resultado final era previsible. La factura de febrero, aún impaga, monta los 1800 millones de euros.
Víctima de la geopolítica, señalaba. O peón en el ajedrez de las potencias que conocimos en la polaridad asociada con la Guerra Fría. Las desgracias de Yanukóvich se debieron, principalmente, a su decisión de optar por la oferta rusa frente a un acuerdo de asociación con la Unión Europea cuando las finanzas ucranianas hicieron aguas, en gran medida por la corrupción rampante y la ineficiencia. El entorno familiar del presidente depuesto, se asegura, distrajo miles de millones de euros de las cuentas públicas y a través de inversiones falsas. Como parte del paquete de la Unión Europea figuraba una cláusula de la que no se ha hablado mucho en estos días en la que el respeto a la soberanía y a las leyes internacionales forma parte de un coro extendido: el ingreso a la estructura defensiva del Occidente.
El mapa geopolítico en Europa Central ha cambiado radicalmente desde la desaparición de la Unión Soviética. De los antiguos miembros del Pacto de Varsovia que tutelaba Moscú, nueve han cruzado la raya en materia de defensa y cerrado filas con Occidente. Incluso, tres antiguas repúblicas soviéticas forman parte de la alianza militar que ya cerca a Rusia por varios costados y razón de la corta pero cruenta guerra contra Georgia, la patria de Stalin. Paradójicamente, bastó que Yanukóvich aceptara el paquete ruso de quince mil millones de euros en financiamiento para que prendiesen las protestas populares, en una extraña coalición de fuerzas en la que sobresalen las figuras neonazis, entre ellas el nuevo vicepremier. El Partido Svoboda, denunciado por la Unión Europea como racista y antisemita, tiene cinco puestos en el gabinete. Sus rufianes patrullan las calles de Kiev en uniforme de faena. Un presidente, corrupto por demás pero electo democráticamente, fue derribado por las calles apoyadas por Occidente. Una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue prohibir el Partido Comunista, ganador del 13% de los votos en las últimas elecciones, y abolir el idioma ruso como oficial junto al ucraniano.
Crimea es otra historia. Era parte integral de Rusia hasta 1950 cuando Nikita Jruschov, muchos dicen que bajo el influjo de una dosis elevada de alcohol, transfirió la administración de la península a Ucrania, todo bajo la sombrilla de la URSS. Mediante un acuerdo a raíz de la desaparición de la Unión Soviética, Ucrania accedió a que la flota rusa continuara en las bases navales del Mar Negro. La importancia de Crimea para la Federación Rusa viene dada en función de esas bases, las únicas operacionales en cualquier temporada del año. Sin ellas, la poderosa armada perdería gran parte de su capacidad de acción en el Mediterráneo y el Medio Oriente, amén de la condena que le impondría el severo invierno en los mares del norte como lo describió con prosa galana Winston Churchill en su obra apasionante La Segunda Guerra Mundial. Abastecer a los soviéticos por vía de Mursmank fue toda una épica.
La mejor y más equilibrada evaluación de la crisis ucraniana proviene del canciller de Singapur –para nada sospechoso de extremista-, en unas explicaciones a su parlamento: “Hay que tomar en cuenta los intereses rusos en Crimea. Desde el siglo XVII cuando se anexó Crimea, Rusia siempre ha considerado que sus intereses allí son vitales. Las acciones rusas contra el Imperio otomano para salvaguardar esos intereses provocaron la Guerra de Crimea hace 150 años. Gran Bretaña y Francia decidieron confrontar a Rusia entonces mediante acción militar. Rusia perdió esa guerra. Si uno retrocede y analiza el tema, resulta muy obvio que una vez se desataron las protestas en Ucrania, Rusia se decidiría a proteger lo que considera es su interés vital… Obvio ahora, desafortunadamente, es que Ucrania y sus habitantes enfrentan las consecuencias de lo que pasa”.
Si buscamos alguna enseñanza para nuestro país en lo que ocurre en Ucrania, el canciller singapurense, Shanmugan, nos la proporciona: “Apretado entre dos poderes o bloques, un país pequeño como Ucrania puede convertirse en un peón. Un país atrapado en el medio puede ser sacrificado si los dos poderes o bloques enfrentados deciden un acomodo más amplio, conciliando sus intereses diversos. Esto ha ocurrido frecuentemente en la historia, por ejemplo en Polonia. Los países pequeños deben estar conscientes de esa posibilidad”.
Nada que añadir, y sí mucho que reflexionar.