Ortega pide “borrón y cuenta nueva” en una investidura que refleja su aislamiento
Daniel Ortega llegó más temprano de lo previsto a su acto de investidura, celebrado en la vieja Plaza de la Revolución Sandinista, en Managua. Lo acompañaba su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, quien con severidad llamaba la atención de las edecanes que les mostraban el camino hacia la tarima. En el descampado de concreto, cuidadosamente acomodados en sillas vestidas de blanco con un listón azul, los asistentes esperaban a la pareja presidencial que venía a sellar su perpetuación en el poder, luego de encarcelar a todos sus opositores antes de las elecciones de noviembre pasado. El aforo lo llenaban simpatizantes sandinistas, funcionarios del Estado, policías y militares. En el sector de los invitados internacionales sobresalían dos expresidentes salvadoreños prófugos de la justicia, Salvador Sánchez Cerén y Mauricio Funes, activistas estadounidenses nostálgicos de la revolución sandinista y representantes de remotas naciones cuyos nombres no podía pronunciar el diputado oficialista Wilfredo Navarro, encargado de dar el recibimiento.
Ortega, más hiperactivo de lo habitual, saludaba a las delegaciones foráneas. Daba apretones de manos, se movía de un lado a otro de la tarima, ansioso, hasta que se bajó de imprevisto del podio para ir a recibir a uno de sus invitados especiales, el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, quien llegó impoluto en su guayabera almidonada. Le siguió el venezolano Nicolás Maduro, el tercer jefe de Estado en acompañar a Ortega a la investidura. El primero en llegar a la plaza había sido el hondureño Juan Orlando Hernández, mandatario saliente señalado por narcotráfico en una corte de Nueva York y que en los últimos meses se ha acercado a su par nicaragüense.
Esos fueron los tres únicos jefes de Estado que acompañaron a Ortega y su esposa en una toma de protesta marcada por un aislamiento internacional sin precedentes, incluso mayor al que sufrió Nicaragua en la década de los ochenta durante la Revolución Sandinista. 39 países, varios sistemas como la Unión Europea y 25 naciones de la Organización de Estados Americanos (OEA) desconocen la legitimidad de las elecciones de noviembre pasado. Así, la pareja presidencial inauguró un nuevo periodo de ilegitimidad y aislamiento. Pese a que los anfitriones quisieron esforzarse por aparentar que el mundo los acompañaba en la toma de protesta, la lista de asistentes internacionales quedó así: dos presidentes autoritarios, uno con nexos con el narcotráfico, dos expresidentes prófugos y varios representantes de pequeños países. Las delegaciones que fueron enumeradas por el diputado Navarro no estuvieron compuestas por altos funcionarios, incluida la de México, cuyo Gobierno trastabilló en los últimos días sobre si mandaría a alguien o no.
A la par de Díaz-Canel, Maduro y Juan Orlando Hernández se situó la delegación de China, país al que Ortega reconoció hace un mes tras quebrar la relación con Taiwán. Pekín envió como cabeza de la comitiva a Cao Jianming, vicepresidente del Comité Permanente de la Asamblea Nacional Popular Comunista. Previo al acto en la Plaza de la Revolución, Ortega y los chinos firmaron cuatro acuerdos, entre los que sobresale la cooperación en el marco de la franja económica de la Ruta de la Seda y la ruta marítima de la Seda del siglo XXI. La ruta de la Seda está concebida como una red china de infraestructuras repartida por los cinco continentes que puede costar hasta un billón de dólares.
En una ceremonia que reflejó su aislamiento internacional, Ortega recibió la banda presidencial de las manos del presidente de la Asamblea Nacional, el muy leal diputado Gustavo Porras. De inmediato, el mandatario tomó el micrófono y empezó una perorata que tuvo tres momentos determinantes. El primero, cuando se quejó de la ausencia de delegaciones de Estados Unidos y Europa. “El Gobierno yanki y los gobiernos europeos no mandan delegados, pero qué mayor orgullo tener aquí a representantes a hombres y mujeres dignas que luchan por la verdadera independencia en sus países”, dijo en referencia a los representantes de esos países que se movían al ritmo de las canciones de propaganda.
Luego, Ortega invocó el asalto al Capitolio en Washington, cometido por hordas trumpistas hace un año. Para justificar a los más de 160 presos políticos que tiene en Nicaragua, el presidente recién investido sostuvo que los procesados por la toma del Congreso estadounidense “son 700 presos políticos”. “¿Qué esperan para ponerlos en libertad? Ahí están duros contra ellos… Y, ¿cómo habrían reaccionado los yanquis si se les dieran actos de terrorismo como los que enfrentamos en el 2018?”, insistió, en referencia a las protestas ciudadanas en Nicaragua que policías y paramilitares bajo su dictado reprimieron con violencia.
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Al final del discurso, Ortega dijo que su meta “es darle continuidad a la buena marcha que traíamos hasta antes de abril 2018. Eso, borrón y cuenta nueva, y vamos adelante”, zanjó. La declaración comenzó a ser mal vista de inmediato, así como interpretada como una forma de Ortega de oficializar impunidad sobre el reclamo de justicia de las 355 víctimas fatales de abril de 2018. Una lápida de olvido.
La mañana de este lunes, previo a la cuestionada investidura de los Ortega-Murillo, Estados Unidos y la Unión Europea sancionaron conjuntamente a funcionarios y entidades del régimen claves en el engranaje represivo, como la Policía Nacional, el Consejo Supremo Electoral y el Instituto Nicaragüense de Telecomunicaciones y Correos (Telcor), entidad encargada de una granja de troles para generar desinformación, según reveló una investigación periodística en junio de 2021.
Estados Unidos puso la nota dura al sancionar a seis personas más, en especial a tres generales del Ejército de Nicaragua, una institución que siempre ha alegado que se mantiene al margen de la represión política, aunque muchas organizaciones de derechos humanos la acusan de complicidad e inacción ante el desarme de grupos paramilitares que operan al margen de la Constitución. Posteriormente, EE UU también anunció que cancelaba las visas a 116 personas “cómplices de socavar la democracia en Nicaragua”, incluidos alcaldes, fiscales, administradores universitarios y funcionarios policiales, penitenciarios y militares.
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