Armenia aumenta su dependencia de Rusia tras la guerra de Nagorno Karabaj
Una seria llamada al orden del presidente ruso, Vladímir Putin, puso fin a las duras hostilidades en el conflicto de Nagorno Karabaj hace algo más de un año. La cruenta guerra entre tropas armenias y azerbaiyanas por el montañoso enclave se había cobrado ya miles de vidas. 44 días de combate en los que Turquía —aliado de Bakú y el apoyo que ayudó a escorar la balanza definitivamente a favor de Azerbaiyán— estaba cobrando demasiada relevancia. Así que Putin trabajó a fondo en un acuerdo algo incómodo con los dos países con el que, además, apuntala su influencia en el sur del Cáucaso y se garantiza la dependencia de Armenia. Y con el pacto llegaron los llamados “pacificadores” rusos, que ya patrullan por el enclave, reconocido internacionalmente como parte de Azerbaiyán. El de Nagorno Karabaj era el único de los conflictos legados por la Unión Soviética —como el de Moldavia o Georgia— en el que no había presencia militar rusa. Hasta ahora.
Rusia no ha alumbrado una resolución de paz. El conflicto permanece como un “volcán latente”, indica Anna Karapetyan, directora del think- tank armenio Insight Analytical Center, como demuestra el estallido de un goteo de escaramuzas mortales. Además, aún quedan flecos importantísimos: como que Azerbaiyán devuelva a decenas de militares capturados durante la guerra, señala la experta. El acuerdo trilateral acabó con un cuarto de siglo de control militar armenio sobre Nagorno Karbaj, una piedra de toque para la identidad nacional armenia y habitado en su mayoría por personas armenias. Azerbaiyán había perdido la mayor parte del control de la remota y montañosa región en la guerra de la década de 1990. Pero este dominio lo ha recuperado tras la guerra del año pasado.
Aunque sea algo volátil, el acuerdo ha supuesto una “significativa victoria diplomática y geoestratégica” para Putin, resalta Oleg Ivanov, jefe del Centro de Solución de Conflictos Sociales. Moscú, aliado de Bakú y Ereván, dos antiguas repúblicas soviéticas con las que tiene vínculos históricos y económicos sustanciales —además vende armas a ambos— había descuidado esa parte del tumultuoso sur del Cáucaso, una región encajada entre Rusia, Irán y Turquía. Y este último país (miembro de la OTAN), un jugador cada vez más asertivo, ganaba pujanza. Este esquema no encajaba con la política exterior de Putin, que trabaja a fondo y con distintas estrategias para mantener la influencia en su patio trasero. La congelación del conflicto de Nagorno Karabaj le ha permitido desempeñar otro de sus papeles predilectos y fundamental para su libro de jugadas como superpotencia global: el de mediador.
Moscú quiere un rediseño permanente y amplio del mapa de seguridad del sur del Cáucaso, de donde quiere alejar cualquier presencia de la OTAN, al igual que de todo el espacio postsoviético. Así lo ha exigido a la Alianza militar en un momento de alta tensión por la concentración de tropas a lo largo de las fronteras con Ucrania. De momento, el Kremlin se ha garantizado una importantísima dependencia de Armenia, remarca Alexander Iskandaryan, director del Caucaus Institut de Yerevan. También, la vinculación del primer ministro, Nikol Pashinian, que llegó al poder en 2018 tras unas protestas multitudinarias contra las élites políticas y a quien se vio al principio con suspicacia desde Moscú, pero que con la firma del acuerdo ha terminado por convencer al Kremlin de que no es díscolo. “Rusia proporciona seguridad, no solo con soldados, también políticamente. Armenia mira hacia Moscú buscando ese factor mientras que cuando observa la UE ve un referente en modelo de desarrollo y democracia”, apunta el veterano politólogo Iskandaryan en su luminoso despacho de la capital armenia.
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En Armenia, con una importante diáspora en Norteamérica y Europa —sobre todo en Francia—, pero también en Rusia, no hay partidos que aboguen claramente por romper los vínculos con Moscú, que controla la mayoría de los recursos estratégicos y al que le unen acuerdos de asociación y defensa. El ruso ha perdido mucho territorio entre la población, sobre todo entre los jóvenes, que ahora viajan más a países de la UE y a EE UU que a Rusia. Pero aunque hay quienes creen que Moscú dejó llegar demasiado lejos el conflicto, una buena parte de la población opina que sin Moscú la guerra se habría saldado con la pérdida total del control del enclave. A eso contribuye la política de relaciones públicas rusa, que muestra a sus ingenieros de combate limpiando de municiones sobre el terreno o escoltando autobuses en los que algunos refugiados armenios han vuelto a Stepanakert, la capital de la región.
Los riesgos de la dependencia
El riesgo para Armenia es que esa dependencia de Rusia sea excesiva y hasta “peligrosa”, abunda el analista Richard Giragosián, director del Regional Studies Center. “La misión de mantenimiento de paz puede ser imitada, pero hay un aumento de la presencia militar rusa en la zona, porque es Moscú quien controlará todo el comercio y el transporte regional y también la frontera armenia”, señala Giragosián. Este experto apunta que, a diferencia de otros conflictos, Moscú quiere ahora la implicación de Occidente como una fórmula para legitimar su impulso diplomático. El Kremlin desearía un acuerdo de paz, dice el analista, que permitiría que ese grupo temporal de pacificadores se volviese permanente e incluso su expansión con fuerzas internacionales.
Mientras, el despliegue ruso —que ya tenía una base pequeña y bastante antigua en Armenia— ha relegado a Ankara a un papel secundario. Aunque también Turquía, que en cierta forma se considera ganador del escenario resultante tras la guerra, trabaja para aumentar su influencia en el sur del Cáucaso e incluso ha declarado que quiere “normalizar” relaciones con Armenia rotas desde hace décadas y muy dañadas también por la falta de reconocimiento turco del genocidio armenio perpetrado por el imperio otomano a principios del siglo XX.
Botas rusas en Nagorno Karabaj
El contingente ruso de “mantenimiento de paz” es, sobre el papel, relativamente modesto: unos 1.960 efectivos con armas pequeñas, 90 vehículos blindados de transporte de personal y otros 380 vehículos de motor. Tienen 27 puestos de control, la mayoría lejos del frente, a lo largo de las principales arterias de transporte en las áreas pobladas por armenios de Nagorno-Karabaj y el corredor Lachin, una carretera montañosa y estrecha de ocho kilómetros que conecta la región con Armenia. Aunque carece de mandato detallado, analiza en un informe Olesya Vartanya, del ISPI, y eso es una vulnerabilidad si, con el tiempo, alguna de las partes (o las dos) empieza a culpar a los soldados rusos de no proteger suficiente o demasiado.
Los equipos militares permanecerán en Nagorno Karabaj durante cinco años, según el tratado; prorrogables por otros cinco. Y así sucesivamente si Bakú o Ereván no exigen su retirada. Y esta ventana suscita las dudas de los analistas, que recuerdan el ejemplo de otros conflictos, como el de la región separatista de Moldavia del Transdniéster, donde hay tropas rusas de “pacificadores” desde la guerra de la década de 1990, o los territorios secesionistas georgianos de Abjasia y Osetia del Sur, donde Moscú llevó a cabo una intervención miliar y también hay bases rusas, que el Kremlin maneja como diales de presión y desestabilización en un país que quiere adherirse a la OTAN y la UE. “Vemos que los rusos llegan, pero luego no se van”, indica Giragosián.
La politóloga Anna Karapetyan cree que no será Ereván la que pida la retirada de los soldados rusos. En Armenia, tras la firma del acuerdo, miles de personas salieron a la calle y exigieron la dimisión de Nikol Pashinián, al que acusaron de capitular y de no haber cuidado las relaciones con Moscú, el aliado fuerte que, según su idea, podría haber girado la balanza como lo hizo Ankara al apoyar a Bakú y venderle un ramillete de drones que han sido decisivos para su victoria. Pero aunque muchos siguen culpando al Gobierno por la gestión del conflicto, Pashinián volvió a ganar las elecciones adelantadas el pasado junio.
Jora Pogosián, de 78 años, y su familia son algunos de los más de 35.000 armenios desplazados por el conflicto. Creen que si no hubiera sido por el Kremlin, Armenia habría perdido el control de toda la región, que busca la autodeterminación con el nombre de Artsaj y cuyas autoridades analizan ahora hacer el ruso segundo idioma oficial. “Mientras estén allí los pacificadores rusos no habrá grandes escaladas. Si no hubiera sido por la intervención de Moscú la destrucción habría sido abismal y el número de víctimas armenias, infinito”, dice muy serio Jora Pogosián. “No nos engañemos, esto nos ha demostrado que al final solo podemos recurrir a Rusia”, afirma este veterano de la primera guerra de Nagorno Karabaj.
En una casa prestada por unos amigos a las afueras de Ereván, que todavía no tiene calefacción y que mantienen relativamente templada gracias a la madera que le donan los conocidos, la nuera de Jora, la maestra Lilith Pogosián, cuenta que trata de salir adelante como pueden. La familia vivía en Hadrud, un pueblo del montañoso enclave ahora en manos de Azerbaiyán. El año pasado, cuando los combates se endurecieron, recogieron todas sus cosas y se marcharon de su casa y su finca, en la que habían invertido todos sus ahorros para empezar un negocio familiar de vodka y miel. “No encuentro sentido a volver ahora a la zona”, se lamenta Jora Poghosián: “¿A otro pueblo? No hay oportunidades de desarrollo, pero si los armenios se van y aquello se va deshabitando pronto todo se perderá”.
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