Se dispara la deportación de brasileños desde EE UU: “Fueron siete meses de agonía y terror”
Cuando dejó Minas Gerais a principios de este año, Leo, de 23, tenía el plan de irse a Estados Unidos para intentar tener una vida mejor, como muchos de sus compatriotas. Pero el pasado viernes, regresó a Brasil en un vuelo en el que pasó gran parte del tiempo esposado de pies y manos, tras siete meses preso. “Nos metieron en prisiones de alta seguridad y nos devolvieron a nuestro país esposados. Yo, que siempre había tenido buena salud, volví tomando cinco antidepresivos y tuve alopecia, se me cayó la mitad del pelo. Fueron siete meses de agonía y terror”, contó Leo a EL PAÍS al salir del avión en el aeropuerto internacional de Belo Horizonte, en el municipio de Confins. Vino en un vuelo fletado junto con otros brasileños deportados después de que cruzaran la frontera entre México y Estados Unidos.
Vuelos como este se han vuelto frecuentes en Confins, en la región metropolitana de Belo Horizonte. Se repiten desde 2019, cuando se activó la política de deportaciones de Donald Trump. Llegan una vez a la semana. En agosto de este año, ya bajo el Gobierno demócrata de Joe Biden, Estados Unidos solicitó la ampliación a dos vuelos, y la expectativa de Washington es poder enviar al país tres aviones a la semana con deportados brasileños. Esto es un reflejo del aumento exponencial del número de brasileños deportados tras cruzar la frontera mexicana. Los datos obtenidos por EL PAÍS muestran que en los últimos 12 meses el número de brasileños detenidos en esta situación se ha duplicado con respecto a los tres años anteriores.
Las cifras proceden de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés), la agencia estadounidense responsable de las patrullas fronterizas y la detención de inmigrantes ilegales. En el periodo que constituye el año fiscal estadounidense, que va de octubre de 2020 a septiembre de 2021, 56.881 brasileños fueron detenidos tras cruzar a pie la frontera con México. En el año fiscal de 2020 hubo 7.161, aparentemente debido al impacto de la pandemia. Un año antes, en 2019, hubo 17.893, lo que supuso un salto importante respecto a 2018, cuando se registraron 1.504. Se trata de personas de diversas edades y procedencias que intentan cruzar la extensa frontera por mar o a través del desierto o incluso entregándose a la inmigración estadounidense para pedir asilo.
El éxodo de brasileños en busca de oportunidades laborales en los últimos tres años se une al movimiento de otros latinoamericanos, que ha llevado a Estados Unidos a una de las mayores crisis migratorias de la historia. Hay un aumento récord de personas que intentan entrar en el país a través de la frontera mexicana, el mayor en 20 años, según el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas. La crisis ha llevado al demócrata Biden, que durante la campaña criticó a su predecesor por el trato inhumano a los inmigrantes, a seguir la misma línea. Las dramáticas imágenes del mes pasado de guardias fronterizos a caballo capturando con lazo a inmigrantes haitianos dieron la vuelta al mundo.
La situación brasileña también preocupa a las autoridades mexicanas. Este mes, el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que pronto se reanudará la exigencia de visado para los turistas brasileños. Desde 2004, las dos naciones tienen un acuerdo por el que la presentación de un pasaporte es suficiente para garantizar el acceso. Todavía no hay fecha para que la restricción entre en vigor: el proyecto está en fase de consulta. Según el texto presentado, la medida será temporal y tendrá como objetivo impedir la entrada de viajeros “cuyo perfil no se corresponde con el de un auténtico visitante o turista”. También según esta nueva legislación, algunos brasileños “presentan inconsistencias en su documentación (…) lo que refuerza la posibilidad de que un número importante de personas pretenda utilizar la exención de visado de forma indebida”.
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La historia de Leo, que pasó siete meses en una cárcel de Estados Unidos, no es desconocida en su ciudad natal, Governador Valadares, de 280.000 habitantes. A Valadares se la conoce en Brasil como Valadólares por la gran cantidad de habitantes que viven en Estados Unidos y envían remesas a sus familias. Leo siguió una ruta que se repite por millares: fue a Mexicali, tomó un taxi hasta la frontera con Arizona, en Estados Unidos, y pagó 300 dólares a un coyote para que le ayudara a llegar ilegalmente al otro lado de la frontera. “Me engañaron, me dijeron que pasaría tres días en la frontera y estaría dentro”, dice. Sin embargo, fue descubierto: “No me dejaron pedir asilo, no me entrevistaron, solo me decían que me lo habían denegado”. “Si el proceso es rápido, si ya saben que te van a deportar, pues que te deporten inmediatamente, no hace falta detenerte durante siete meses. Ahora que estoy en Brasil quiero mi parrillada, ver a mi familia y no voy a volver por allí”.
En las decenas de vuelos que han aterrizado en Confins trayendo deportados brasileños, la escena se repite. Desembarcan aturdidos, con sus pocas pertenencias guardadas en sacos de patatas. A menudo están lejos de su casa y no saben cómo van a volver a sus lugares de origen: todos los vuelos llegan a la capital de Minas Gerais, pero traen a personas de diferentes Estados. Pedro, de 21 años, cruzó la frontera con su mujer y su hijo de un año. Tras el cuestionario de solicitud de asilo en EE UU, ella fue aprobada, él fue rechazado. “Me fui de aquí buscando un futuro mejor para mí, mi mujer y mi hijo. Mi vida era difícil, ambos estábamos desempleados. Desde que nos entregamos en la frontera no he tenido contacto con ellos, estuve tres meses en la cárcel y solo hablé con ellos el jueves pasado, una semana antes de salir. En estos tres meses que estuve detenido, perdí 10 kilos. Fue muy humillante”, relata. “Pero voy a volver. Mi familia está allí, volveré a hacer lo mismo. Lo intentaré hasta que me muera o hasta que entre”.
La frustración de estar separado de la familia es también una marca común entre los deportados. Caio intentó entrar en EE UU con su mujer y, al igual que Pedro, acabó fracasando tras ver a su pareja pasar la entrevista. “Me fui [de Brasil] para lo que todo el mundo se va: para intentar una vida mejor, para hacer realidad mis sueños”, dice. “Pasé por México. Primero me arrestaron allí con mi esposa. Pasé hambre, acosaron a mi mujer en la cárcel. Nos enviaron de vuelta a la Ciudad de México, luego volvimos a Mexicali, nos entregamos a la inmigración estadounidense. Durante la entrevista para un posible asilo, le preguntaron a Caio si había sufrido alguna vez “torturas o cualquier tipo de persecución religiosa, política, esas cosas”. “No pasé [la entrevista]: me encarcelaron, sufrí presión psicológica, mi cuñado murió mientras estaba en prisión. Me quedé allí cinco meses y me echaron”.
El personal de los aeropuertos ya está acostumbrado a recibir a los deportados, que llegan hambrientos, desolados y necesitan restablecer el contacto con la libertad. Muchos desembarcan llorando, como Jessica, que se pasó casi una hora llorando por teléfono en el aeropuerto. “No cometí ningún delito más que intentar entrar en ese país para que me encadenen de manos, pies y cintura. Fue una desesperación. Desde pequeña he querido ir a Estados Unidos y la crisis no ha hecho más que aumentar este deseo”, afirma. Jéssica era estudiante de zootecnia, pero decidió abandonar sus estudios en busca de ese sueño. Cogió un avión y se fue a México. “En el aeropuerto los propios taxistas saben dónde llevarte. Me presenté [en EE UU], me entrevistaron, me rechazaron, pagué un abogado y recurrí, pero el juez no la aceptó. Pasé 55 días allí, en prisión.”
La rutina entre rejas marcó a la joven: “Estábamos encerrados todo el día, la comida se servía en la propia celda y no se la daría ni a un cerdo. El agua procede del lavabo de la celda, donde nos lavamos la cara y las manos y nos cepillamos los dientes. Compartí un espacio con una sola persona y tuve que hacer mis necesidades delante de ella.” Durante el periodo de detención, una última esperanza cruzó su mente: “Cuando llegó el momento de volver, pensé que me habían aprobado, porque a veces se deniega el permiso y de repente lo aprueban, sin una regla clara. Pero desgraciadamente tenía que volver”, se lamenta. “Ahora esperaré a que mi padre me envíe dinero para poder volver a casa. Vivo en Rondônia [Estado al norte de Brasil, a más de 2.000 kilómetros de Belo Horizonte]. Si no tuviera su ayuda, no sé qué haría porque te envían a una ciudad al azar y tienes que arreglártelas”.
El aumento del número de brasileños que intentan entrar ilegalmente por la frontera mexicana ya se ha cobrado al menos una víctima mortal. En septiembre, las autoridades estadounidenses encontraron el cadáver de la técnica de enfermería Lenilda Oliveira dos Santos, de 49 años, en un desierto cercano a la ciudad de Deming (Nuevo México). Había cruzado la frontera con tres amigos unos días antes, guiada por un coyote mexicano. Durante la travesía ya no podía sostenerse para caminar y fue abandonada a su suerte. Fue encontrada sin vida una semana después de que enviara mensajes a su familia en Vale do Paraíso, Rondonia. Lenilda dejó dos hijas.
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