Contrarrevoluciones árabes: le toca a Sudán
Con “El pueblo quiere…” arrancan los eslóganes coreados en las calles árabes desde 2011. No son palabras hueras, otro deseo más de la evanescencia posmoderna: en el contexto árabe de décadas de represión interna y dependencia exterior, el verbo “querer” pone en marcha la incómoda realidad del cambio, es performativo. En Túnez, Egipto, Yemen, Bahréin, Marruecos, Libia y Siria, y poco antes o poco después en Líbano, Jordania, Argelia, Irak y Sudán, la última década ha sido testigo de una contestación popular sin precedentes, que igual comparte causas estructurales (del régimen, demográficas, económicas, geoestratégicas) que, como sucede ahora en Sudán, consecuencias.
“El pueblo quiere la caída del régimen”, se gritaba en Sudán en 2019, y cayó Omar al Bashir, el dictador que llevaba 30 años arrasando un país ya de por sí arrasado. En los dos años y medio transcurridos desde entonces, el proceso de transición democrática ha estado al borde del abismo en varias ocasiones, pero la movilización de la potente sociedad civil sudanesa ha conseguido salvarlo in extremis. La semana pasada tuvieron lugar las manifestaciones más populosas contra el Ejército desde 2019; la mayoría de los sudaneses lo responsabiliza de las dificultades del Consejo de la Soberanía a la hora de ejecutar los acuerdos de transición. El eslogan en esta ocasión ha sido: “El pueblo quiere paz, libertad y justicia”. Demasiadas cosas, demasiados cambios, y esta semana los militares, encabezados por el general Al Burhan (y con Dagalo, el temible líder de las Fuerzas Rápidas de Intervención, a la sombra), han materializado un golpe de Estado al más puro estilo nilótico; esto es, “para impedir que el país caiga en un enfrentamiento civil”, en retórica del general. Como el golpe egipcio de Al Sisi en 2013, el de Sudán ha venido acompañado de una hoja de ruta con promesa de elecciones. La fórmula está ya muy vista en la región: a más elecciones, menos democracia.
Sin duda, el Ejército y las milicias tienen mucho que perder en un Sudán verdaderamente democrático. Por un lado, sus prerrogativas en el control de la economía del país, en especial los recursos naturales y el comercio. Por otro, la impunidad ante la represión de las protestas y, sobre todo, ante los crímenes de Darfur. Pero el golpe de Estado es impensable sin la aquiescencia, si no complicidad, de las dos grandes potencias contrarrevolucionarias árabes: Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí. Sin olvidar a Israel, su gran aliado.
Aunque oficialmente los tres países se han mostrado cautos a la hora de apoyar el golpe —en comparación con ocasiones anteriores, incluido el golpe blando de julio en Túnez—, a nadie se le escapa que con el fin del proceso democrático sudanés las contrarrevoluciones árabes han cerrado un ciclo. Los petrodólares son muy poderosos, pero ignorantes: a todo ciclo contrarrevolucionario le sigue uno revolucionario.
Luz Gómez es catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro es Salafismo. La mundanidad de la pureza (Catarata, 2021).
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