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Biden se la juega en Virginia
Biden se la juega en Virginia

En los mítines normalmente regalan consignas y carteles de “Nosequién para presidente”. Pero no clásicos de la literatura antirracista. El que dio el martes el demócrata Terry McAuliffe al final de su campaña para gobernador del Estado de Virginia fue una excepción. En la noche inesperadamente gélida, los voluntarios repartieron entre los miembros de la prensa ejemplares de Beloved (1987), tal vez la obra magna de la premio Nobel negra Toni Morrison. Llevaban un marcapáginas con este mensaje: “[El candidato republicano] Glenn Youngkin piensa prohibir libros en las escuelas”.

Mientras tanto, un enérgico Joe Biden, estrella del acto celebrado en un parque de Arlington, localidad virginiana a solo cuatro kilómetros de la Casa Blanca, exclamaba sobre el escenario: “¡Así ha decidido cerrar su campaña! ¡Prohibiendo el derecho a las mujeres a decidir y las novelas de una premio Nobel!”.

Que una ficción sobre la esclavitud en Estados Unidos con tintes de realismo mágico se haya convertido en arma arrojadiza entre candidatos de una contienda estatal dice mucho sobre unas elecciones que servirán para algo más que para elegir el 2 de noviembre al gobernador y la composición de la cámara de Virginia. Supondrán también un plebiscito sobre el desempeño de los primeros nueve meses del presidente (que registra sus niveles de aceptación más bajos), la oportunidad de enjuiciar el espectáculo ofrecido por los demócratas para ponerse de acuerdo sobre los rebajados planes billonarios de infraestructuras y de refuerzo del paraguas social y el momento de medir las fuerzas de ambos partidos ante las legislativas de noviembre de 2022. Desde 1977, en ocho de las 11 elecciones los resultados se han repetido entre ambas citas. Por si fuera poco, los comicios también se ven como el primer gran test de viabilidad para el probable regreso de Donald Trump en 2024.

El voto por adelantado avanza con brío desde mediados de septiembre (con casi 800.000 papeletas remitidas) y los sondeos están prácticamente igualados, pese a que McAuliffe llegó a tener 10 puntos de ventaja. Si los demócratas pierden será la primera vez que lo hagan en 12 años en un Estado que fue rojo hasta que llegó Obama y que resultó decisivo en el triunfo de Biden en 2020. De ahí los nervios en el partido: nadie quiere entre sus filas que estas elecciones se vean como un ensayo del batacazo que muchos les auguran en las legislativas del año que viene. Tampoco McAuliffe, quien en un encuentro virtual con electores se quejó de tener que enfrentarse “a muchos vientos en contra de Washington”. “Desafortunadamente”, añadió, “el presidente es hoy impopular”. Y eso que, como proclamó el martes, son “amigos desde hace 40 años”. Compañía estos días incómoda, Biden se ha prodigado poco en la campaña; la de esta semana fue solo su segunda aparición en una larga carrera de ocho meses.

Los temas de debate nacionales (el aborto, la obligación o no de vacunarse, las mascarillas en los colegios, la sanidad) fueron protagonistas en el mitin de Arlington como lo han sido durante la campaña en un territorio de 8,5 millones de habitantes colindante, no solo geográficamente, con Washington y su retórica. También lo fueron entre el público: Stephanie, una joven de 32 años de New Hampshire que trabaja en la vecina capital federal y prefirió reservarse su apellido, acudió convencida no tanto de McAuliffe como de que apoyarlo parará los pies al tsunami antiabortista que amenaza con arrasar el país desde su epicentro en Texas. Por su parte, John Hastings, miembro retirado del Cuerpo de Paz de 78 años, explicó que ha colaborado yendo de casa en casa para animar a los electores a votar y cortar así de raíz el plan del anterior presidente de regresar a la Casa Blanca.

La sombra de Trump también sobrevoló el acto electoral y la campaña. McAuliffe ha intentado por todos los medios que los electores vean la cara del magnate cuando miran la de Youngkin, que ganó las primarias exhibiendo un perfil cercano a Trump y ha defendido la teoría del robo de las elecciones del noviembre pasado, como se recordó una y otra vez en el mitin de Arlington. A medida que avanzó la carrera, el republicano, que amasó su enorme fortuna en una firma de inversión y se define como “no político”, ha hecho esfuerzos por presentarse como un moderado que hace responsable a su contrincante de todos los fallos de Biden.

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Los anuncios televisivos de su campaña, que ha financiado con 17 millones de su propio bolsillo, pintan a McAuliffe, un demócrata de toda la vida, la clase de demócrata que es amigo de los Clinton, como a un “izquierdista radical”, adalid del aborto, defensor de iniciativas tan espinosas como Defund the Police, que busca desinvertir dinero público en la policía para acabar con su brutalidad, y demasiado blando con la inmigración. El último de esos anuncios tiene como protagonista a Laura Murphy, una mujer blanca que lleva desde 2013, cuando su hijo estaba terminando el instituto, intentando que la novela de Toni Morrison salga, con sus “brutales escenas de sexo”, de la lista de lecturas obligatorias en Virginia. De ahí el regalo de libros a los periodistas. En 2016, McAuliffe, que fue gobernador entre 2014 y 2018 porque la ley estatal no permite repetir (le sucedió en el puesto su compañero de filas Ralph Northam), vetó dos veces una iniciativa legislativa que se bautizó como la Ley Beloved.

En el segundo cara a cara entre candidatos de estas elecciones, el demócrata pronunció una de esas frases que podría valerle un billete al panteón de los aspirantes que, como el pez, murieron en este país por la boca. “No creo que los padres deban dictar a las escuelas cómo deben enseñar a sus hijos”, dijo. Estaban discutiendo sobre un debate atizado por los republicanos y sus medios afines, especialmente Fox News: la enseñanza de la llamada teoría crítica racial, doctrina académica derivada en los años ochenta de la Escuela de Fráncfort que pone el acento en el estudio del pasado esclavista del país como origen de un racismo sistémico que aún perdura. Según sus detractores, “puro adoctrinamiento”.

Youngkin convirtió el patinazo de su oponente en otro anuncio electoral para capitalizar una idea que gana terreno en Estados Unidos, según la cual la cultura woke (y el empoderamiento de quienes no pertenecen a la clase dominante) está distrayendo la atención de los ciudadanos corrientes de los problemas reales para ponerla en asuntos como el MeToo, la revisión del canon cultural o la diversidad sexual. Según una reciente encuesta de Ypsos, la mitad de los padres, republicanos o demócratas, se oponen a que los planes de estudios pongan el acento en la teoría crítica racial.

Aunque el dato que más preocupa estos días en la candidatura de McAuliffe es otro: desde 1969, Virginia solo ha elegido en una ocasión como gobernador a un miembro del partido que controlaba en ese momento la Casa Blanca. Estas son las malas noticias. ¿Las buenas? Aquella única vez fue en 2013. Y el candidato era… McAuliffe.

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