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Memorias de una Guerra Inútil

Memorias de una Guerra Inútil

Memorias de una Guerra Inútil

Corría 1864. “El batallón Voluntarios de Puerto Rico, organizado e instruido por nosotros en menos de tres meses, embarcó para Santo Domingo en el vapor de guerra Colón. Pasamos por la espléndida bahía de Samaná, y después a la vista de Puerto Plata, desembarcando en la playa de Montecristi el 28 de octubre. El general Gándara, que mandaba en jefe, nos incorporó a la división acampada en Montecristi.

Buena, tropa: ¡jamás he visto en España ni en el mundo soldados como aquéllos, curtidos por el sol, y ¡qué sol!, avezados a las privaciones, con las ropas desgarradas y unos sombreros multiformes multicolores. Nunca me ha parecido marcial, sino afeminada, una tropa con los pantalones sin manchas ni rodilleras y con los botones limpios y brillantes. ¡Pero qué soldados! Un médico amigo mío, me presentó su asistente, un gallego fornido y muy marcial:

—Míralo bien—me dijo—; aquí donde lo ves, lo he curado en 15 meses de guerra de las viruelas, el cólera, el vómito y de un balazo.

Ningún ejército de Europa hubiera resistido una campaña cual la de Santo Domingo. Sé de cuán poco son capaces los burgueses y sus hijos. Hay entre ellos quien pudiera servir de general, pero de soldado no. Podrá ser muy democrático, justo y bonito, pero yo no afrontaría una guerra con soldaditos sacados de las jesuiteras, de las Universidades o de las casas ricas. A las primeras fatigas llenarían los hospitales.

Dos días después de acampar en Montecristi se organizó una columna de 8 compañías, a las órdenes del brigadier Laportilla. De mi batallón, fue designada mi compañía. Ignorando el servicio al que se nos destinaba, embarcamos el 30 en 5 barcos de guerra surtos en la rada; la mía en el vapor Ulloa, junto a Laportilla.

Zarpamos a medianoche, y el 31 de octubre amanecimos en Puerto Caballo, un puerto delicioso, tranquilo como un lago, en cuyas orillas, cubiertas de magnífica vegetación, no se divisaba ningún poblado ni señal de gente. La escuadrilla fondeó en el puerto, y a los pocos instantes rompieron el fuego los cañones; hubo también descargas cerradas de fusilería. El estrépito ensordecedor y el humo denso de la artillería me hicieron pensar con cierto orgullo que Cervantes no tuvo ni pizca de razón al decir que Lepanto fue «la ocasión más gloriosa que presenciara su tiempo y verían los tiempos venideros». ¡Ilusiones del insigne manco! Si él estuvo en Lepanto con don Juan de Austria, yo estuve en Puerto Caballo con otros caballeros.

Mi combate naval del 31 de octubre no fue tan sangriento, pero sí tan ruidoso como el de Trafalgar; en Puerto Caballo faltaba el enemigo o estaba fuera del alcance de mis ojos. Hicimos un gran destrozo en el pintoresco litoral: la tierra quedó sembrada, literalmente, de troncos y de ramos. Cuando el sol se aproximaba a su ocaso, envuelto en celajes rojos, cesó el fuego de nuestros cañones humeantes; el del enemigo, naturalmente, no cesó; en la agreste manigua seguía reinando un silencio no interrumpido siquiera por el canto del sinsonte.

La escuadra se mantuvo toda la noche fondeada en el tranquilo puerto, y ya sería la una y media cuando me llamó Laportilla: —Designe usted—me dijo—un oficial y 20 hombres de su compañía para escoltar a un jefe de Estado Mayor a un reconocimiento. —Mi brigadier, yo mismo iré con los 20 hombres, si usted me lo permite.

Desperté los 20 hombres. Transbordamos en seguida a un vaporcillo mercante, un remolcador. El objeto era penetrar hasta donde se pudiera por un río que desemboca en el puerto, en el cual no podían entrar los barcos de guerra por su mayor calado. El comandante mandó que la gente no hablara ni fumara y entramos aguas arriba. No se distinguía por ninguna parte ni luces ni rumores. Navegábamos sin luces. Remontamos la corriente, hasta que el patrón nos dijo que no podía seguir: la quilla rascaba el fondo.

Al virar para salir al puerto nos hicieron desde una de las orillas una descarga nutrida que no nos causó baja. No respondimos al fuego, pero el enemigo continuó disparando hasta que el remolcador salió del río. Al día siguiente, al contarles a los oficiales, no querían creerlo.

El río en que ocurrió el incidente es el mismo en que Colón, en su primer viaje, encontró a Pinzón, después de su fuga, reparando averías de su carabela. Pinzón quedó perdonado, y en memoria del hecho se dio al histórico río el nombre de río de Gracia (o de la Gracia), pero los dominicanos siguen dándole su nombre indígena, que se me ha olvidado.

Convencido el brigadier Laportilla de la presencia de un enemigo armado, aunque poco numeroso, mandó desembarcar dos compañías al mediar el día 1 de noviembre: la de voluntarios de Puerto Rico, mandada por mí, y la de cazadores de la Unión, por el capitán Chinchilla.

No encontramos en tierra ni rastro del enemigo; sólo vimos las tronchadas ramas, víctimas inocentes del bombardeo de la víspera. Ya reembarcados, el enemigo salió como por arte de magia, no se sabe de dónde, y rompió fuego oculto en los manglares, respondiéndose desde los botes. Allí nos mataron al alférez Porto. Los soldados se llevaron a bordo, y luego a Montecristi, como botín de guerra, algún tabaco en rama encontrado en un conuco y unas cuantas docenas de lechones. Todo junto valía bastante menos que la pólvora quemada.

El 2 de noviembre tornamos a Montecristi; en cuatro días no habíamos comido más que plátanos y alguna galleta. En Montecristi no hubo novedad hasta el 28 de diciembre, fecha en que el enemigo, mandado por el presidente de la República, Gaspar Polanco, se acercó a nuestras avanzadas y hubo tiroteo. Poca cosa.

Al arribar a 1865, Estévanez refiere: “Después de la acción de Montecristi no hubo en Santo Domingo ningún hecho de armas. En el norte de la isla dominaba el enemigo todo el Cibao; nosotros no conservábamos otras posiciones que las de Samaná, Puerto Plata y Montecristi. En el Sur la situación era idéntica; poseíamos las ciudades y fuertes de la costa, hallándose todo el Seibo en poder del enemigo.

Evidentemente, los dominicanos, dados sus medios de acción, no nos hubieran desalojado nunca de los puestos que ocupábamos; pero es igualmente cierto que nosotros éramos impotentes para reconquistar y someter la isla. Estaba en la conciencia de unos y otros que la guerra no podía seguir; no había más solución que el abandono de la isla y el reconocimiento de la República Dominicana. Y así lo hizo, por último, con aprobación del Parlamento, el gobierno del general Narváez.

Pero entre tanto pasamos seis meses más en la penosa vida de una guerra sin combates, de una campaña sin gloria ni provecho. El servicio de trincheras y de avanzadas se practicaba lo mejor posible con la escasa fuerza que gozaba de salud. Consumíase aquel valeroso ejército en lamentable inacción, devorado por las fiebres. Batallón hubo allí que se redujo a un centenar de hombres, sin ver al enemigo. Estábamos en camino de que nos pasara lo que a ingleses y franceses, destruidos sus ejércitos en la misma isla a fines del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX.

Los ocho meses de Montecristí, particularmente los seis últimos, no se nos olvidarán a los que allí peleamos con los mosquitos zancudos y las niguas, con las arañas peludas y las ratas, con los huracanes y las lluvias, con el paludismo y con el tedio. La distracción más frecuente era enterrar a los que se morían o visitar enfermos en los hospitales, que eran unos tristes barracones.

El cementerio del campo de Montecristi guarda los huesos de innumerables víctimas de la anexión; allí quedó Juan de la Torre Mendieta, joven y valiente capitán de brillante porvenir, que murió combatiendo como buen soldado; allí quedaron también Eduardo Jerez, y Pajarón, y tantos otros, víctimas unos de enfermedades diversas y otros de picaduras de arañas venenosas.

Las noches de trinchera, todas las noches, daba pena ver a los soldados con el frío de la fiebre y titiritando en aquel clima tórrido como si se hallaran en las estepas de Rusia. Nos dominaban la tristeza y el aburrimiento. Con semejante vida, llegó a ser una delicia para los pobres soldados la caza de ratones; el descubrimiento de un alacrán en la hamaca era un placer, cualquier cosa un acontecimiento.

¿Cómo extrañar que en tales condiciones se jugara desenfrenadamente? A un extremo del campo se construyó un bohío, mal recubierto de yaguas, dándosele el pomposo nombre de casino; por allí pasaban los haberes de la división, desbancándose recíprocamente y sin consecuencias graves «todos los oficiales de mis tropas, desde el brigadier al subteniente inclusive», como reza la ordenanza.

Dice Estévanez, que pocos “éramos los únicos de aquel ejército que no jugábamos y no precisamente por virtud ni por singularizarnos, sino porque nos habíamos connaturalizado con el aburrimiento y estábamos resueltos a no desaburrirnos”. El tema principal era el de las heridas raras.

—Yo he visto una herida mucho más rara que ésas -dijo el brigadier de Estado Mayor don Félix Ferrer-; he visto una bala que, disparada en esta isla, llegó a Burgos… La ironía fue justamente celebrada, pues aludía Ferrer a una bala perdida que días antes había herido al coronel Burgos en Laguna Verde.

El antiguo, el histórico poblado de Montecristi, ya no existía; sus habitantes, igualmente, habían desaparecido desde el desembarco de las tropas. No se veía por ninguna parte la sombra de una mujer, ni había más personas extrañas al ejército que algún importador de víveres averiados. Averiados o no, costaban a peso de oro. En el rancho de la tropa se quemaba una riqueza, en guisarlo, pues aun comiendo judías con papas y con tasajo se guisaba con maderas preciosas, con granadilla, con cedro, con palo campeche, con jiquí.”

Ora pro nobis.

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