La pandemia en juego
No son las Olimpiadas del ensueño sino del empeño de un pueblo que lleva como estandarte la constancia y la tenacidad, con líderes que resistieron el avasallante empuje de voces agoreras que clamaban ya no por la posposición sine die, sino por la cancelación pura y simple. Hubiese sido una derrota colectiva y un baldón para los anfitriones. En cambio, y con atraso de un año, asistimos al arte en la práctica de disciplinas exigentes, al significado profundo de la competencia sana y a ejemplos vivos de cómo se logra la excelencia.
La pandemia ha desconcertado hasta a los japoneses, fríos, ordenados y eficientes en el imaginario mundial. Las controversias han acompañado a las decisiones, difíciles de por sí. Suspender los JJ.OO el año pasado fue en su momento un paso desesperado, conscientes los organizadores de que luchaban contra fuerzas incontrolables. De por medio estaba la seguridad de quince mil atletas que se habían preparado con esmero desde la cita anterior, en Río de Janeiro. También, los miles de millones de dólares invertidos en parte como una vacuna contra la anemia de la economía japonesa, víctima de enanismo desde hace años. En juego, sobre todo, el honor japonés y un compromiso que los países sedes toman tan en serio como el juramento olímpico.
Desde la ceremonia de apertura misma, las diferencias con las citas anteriores quedaron claras. Las gradas vacías, las mascarillas, el aislamiento de las delegaciones en una burbuja, las medidas extremas de control sanitario y las noticias agoreras sobre los peligros de contagio advertían sobre situaciones inéditas. Sin embargo, hay un mensaje poderoso que no se divulga por los altoparlantes mas se renueva a diario: la resiliencia humana y la adaptación a una nueva realidad impuesta por la pandemia. Tanto los atletas como el pueblo japonés han ganado oro antes de abrirse el medallero.
Estos JJ.OO. de Tokio son ya muy especiales sin el coronavirus. Rusia, fuerza deportiva en buena ley, ha estado ausente a consecuencia de las sanciones impuestas luego del escándalo por el dopaje de sus atletas. Los que participan lo hacen a nombre del Comité Olímpico Ruso. Las marcas, por ejemplo el oro logrado en gimnasia femenina, no serán computables a los haberes olímpicos rusos. Mis expectativas con este festival que también es del espíritu no han cambiado desde que empecé a seguirlo en Montreal 1976: que insufle aires al multilateralismo, venido a menos por las tensiones crecientes entre Occidente y Oriente. Eran mis tiempos de estudiante, y en el apartado de la gimnasia femenina reinaba suprema Nadia Comaneci, la joven rumana que asombró al mundo con un desempeño impoluto. Su belleza trascendía la pequeñez de su cuerpo, se llevó cuanto oro pudo. Implantó un estilo y fuerza rítmica difíciles de remontar. Hasta que apareció una Simone Biles de 19 años, que revolucionó las rutinas en las barras asimétricas y de equilibrio, el suelo, y salto. Todo un prodigio que deslumbra con gracia propia, soltura inimaginable y compite en elasticidad con materiales que no son humanos. Y sin embargo, esta vez no pudo ser. Los nervios la vencieron. Se retiró abrumada por la presión externa e interna que buscaba lo imposible.
Japón es un país seductor. Su mera mención conjura una imagen de tranquilidad, de belleza y serenidad que invitan a la reflexión y a perderse en los tantos vericuetos del yo. Las urbes de hormigueros humanos contrastan con paisajes de esplendor elocuente, de montañas y valles reverdecidos, de aguas con pureza eterna. Hay un orden sobrenatural en todo aquello y lecciones de filosofía que se han sobrepuesto a centenares de calendarios. Se percibe un equilibrio perfecto, una armonía inquebrantable entre hombre y hábitat. Tierra de tradiciones, de jerarquías que me siguen pareciendo chocantes y que rechazo con solo pensarlas. Nunca olvidaré la instrucción en una de mis visitas al archipiélago asiático: al llegar a una puerta, no se detenga para dejar pasar a la mujer. Todo aquello asemeja un mundo aséptico, con choferes de taxi enguantados y reverencias por doquier.
Hablaba del multilateralismo como expresión práctica del entendimiento entre naciones, de oda a la diversidad, del encuentro sincero de culturas, etnias e historias diferentes y que, sin embargo, acuerdan arrimar hombros para enfrentar situaciones que a todos tocan. Las Olimpiadas son el espejo en que mirarse, el eco que nos devuelve palabras de aliento, de humanidad y fraternidad. La primera regla es el respeto al rival, que es igual al respeto a sí mismo. Siempre debería resonar con firmeza la fórmula latina que acomoda el eje sobre el cual gira el movimiento olímpico: citius, altius, fortius. Más rápido, más alto, más fuerte. Al moto olímpico, los japoneses agregaron together, juntos. La frase, explicaron los organizadores, “busca representar la unión y la fortaleza que inspiraron a la organización del evento a pesar de la pandemia, reconociendo el valor de cada uno de los participantes, deportistas, equipos, entrenadores y demás personas involucradas”.
Poco a poco el deporte se descanta por la diversidad y la lucha expresa contra toda discriminación, incluyendo la odiosa por preferencia sexual (que aprendan nuestros senadores). En el desfile de las delegaciones de Papúa Guinea y Botsuana avisté algunos blancos. La nación del arcoíris, Sudáfrica, llevó una representación multiétnica; Bélgica y Portugal reivindicaron su pasado colonial y exhibían con orgullo atletas negros. En el caso de los Estados Unidos, uno de sus dos portaestandartes es de origen cubano, Eddy Álvarez. Mientras desfilaba alternando seriedad y sonrisas, las cámaras de la televisión enfocaban a sus padres, quienes, desde el rincón más latino de Miami, el ensanche Doral, seguían a su hijo con los ojos humedecidos. El sueño americano o cubano, porque Eddy Cortés Álvarez es un atleta de raza superior, jugador de los Marlins, medallista dorado en las Olimpíadas de Invierno de 2014 y a la búsqueda del oro con el equipo olímpico norteamericano de béisbol. Se impuso al infierno físico al superar lesiones musculares que lo dejaron completamente inmovilizado por un mes. Más rápido, más alto, más fuerte. Las palabras del norteamericano Tom Daley, ganador de medalla de oro en clavados, han dado la vuelta al mundo en forma de ariete contra los prejuicios: “Me siento increíblemente orgulloso cuando afirmo que soy un hombre gay y también un campeón olímpico. Cuando más joven, nunca pensé que llegaría lejos por lo que era. Ser un campeón olímpico ahora demuestra que puedes alcanzar cualquier cosa”.
En cambio, no logro superar aún la despedida a destiempo de mis dos atletas favoritas, Biles y la tenista haitiano-japonesa Naomi Osaka, derrotada en la tercera ronda por una rival desconocida. Otra víctima de la presión, esa losa que cae sobre los atletas de renombre en los JJ.OO. Fue ella la encargada de encender el pebetero con el fuego olímpico, otro mensaje poderoso que nos dejan estas Olimpíadas de excepción. De padre haitiano y madre japonesa, nació en la ciudad cuyo nombre ha tomado de apellido. Pese a criarse en los Estados Unidos, decidió representare a su patria nativa, Japón, en el tenis. No hace mucho estuvo en Haití, donde mantiene una fundación donde aprenden a jugar tenis niños pobres. Desde la pobreza ascendió a los cielos de la riqueza gracias a sus múltiples talentos y disciplina, y hoy en día es la atleta femenina mejor pagada del mundo. Es ella ejemplo vivo de diversidad y una voz poderosa, comprometida, en contra de la discriminación.
Mi otra favorita, Simone Biles, afroamericana, ha incorporado a la gimnasia cosecha propia. Renovó el salto de Amanar, esa dificultad que lleva el apellido de otra rumana, con la que coincide en nombre. En el suelo, a los 12 metros cuadrados del escenario los cubre de flexibilidad sorprendente, equilibrio perfecto entre fuerza física y la majestad de movimientos gráciles que se combinan con el ritmo de la música escogida. La ejecución de las diagonales procede sin fallas en una coreografía lúcida que aparta toda duda del enorme talento de esta chica, de la sensibilidad que anima cada paso, de la inspiración que no cesa. Mostró que era humana, que no estaba en sus mejores días, abrumada por las tantas expectativas que recaían sobre su pequeño cuerpo. La fragilidad mental es también cosa de atletas excelsos.
Desde tres Olimpiadas atrás, la composición emblemática de John Lennon, Imagine, es interpretada en la apertura como una suerte de himno que refleja con notas altas el espíritu olímpico. Esta vez las voces iniciales provinieron de un coro de niños japoneses. Luego siguieron en representación de Oceanía, Europa, África y las Américas, Keith Urban, el esposo de la angelical Nicole Kidman; Alejandro Sanz, Angelique Kudjo y John Legend. Aquel enorme estadio olímpico, sin espectadores y solamente las delegaciones deportivas, se desbordó con letras y música que llenan los oídos y el alma.
Imagina que no hay paraíso,
es fácil si lo intentas.
No hay infierno debajo nuestro,
arriba nuestro solo cielo.
Imagina a toda la gente viviendo el presente.
Imagina que no hay países,
no es difícil hacerlo.
Nada por lo cual matar o morir,
y tampoco ninguna religión.
Imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz
Quizás digas que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros
y el mundo será uno solo.
Imagina que no hay posesiones,
me pregunto si puedes.
Tampoco necesidad de codicia, ni hambre,
una hermandad humana.
Imagina a toda la gente
compartiendo todo el mundo.
Es el mundo de las Olimpíadas.