Y Simone supo parar
Simone Biles, la mejor gimnasta de la historia, la que hace saltos inimaginados hasta que los ejecuta ella, la de la triste historia de hogares de acogida y abusos de su entrenador. La que arrastra multitudes. La que todos queríamos ver. La estrella de Tokio.
Pero Simone Biles se fue a los vestuarios, dejó a su equipo sin su referente y no está segura de participar hoy en las pruebas individuales de estos Juegos Olímpicos que eran los suyos. ¿Lesión? No. ¿Falta de profesionalidad? No. ¿Falta de espíritu deportivo? Tampoco.
Simone Biles supo parar. Dijo que tenía que parar, que ese deseo ajeno de verla haciendo lo imposible, esa presión de los otros por su triunfo ya no eran una orden.
Pasamos aquellas otras olimpiadas contando las medallas de oro de Michael Phelps, que pronto confesó sus problemas de depresión. Y la tenista revelación de apenas hace un par de temporadas, Naomi Osaka, la elegida para encender el pebetero, se retiró del Roland Garros y de Wimbledon por la ansiedad que le provocan las ruedas de prensa.
Saber parar. Saber protegerse de compromisos ajenos, defenderse de las expectativas de otros, de las conveniencias externas. Darse el permiso de parar aunque nadie lo entienda y sentir que no hay que dar muchas más explicaciones aunque una decisión individual suponga que el equipo perderá el oro. Darse el permiso para “fracasar” y además resistir la tentación de justificarse. Y todo eso delante de millones de personas, con millones de dólares en juego, sin tener una idea muy clara de las consecuencias personales que tendrá el gesto.
Solo había que ver saltar a Simone Biles para saber que es muy, muy valiente.