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Lo que un día fue no será
Lo que un día fue no será

La disimulada pequeñez del funcionario se revela cuando el cargo lo abandona. Lo digo así porque, aunque cueste aceptarlo, los burócratas vienen y van; el escritorio, en cambio, permanece. En esa ecuación lo circunstancial es la persona; la institucionalidad no se interrumpe. Escribía el autor español Luis Mateo Díez que “la conciencia del servidor público cuando se jubila […] es vacía y despojada. Volver a uno mismo se hace imposible porque los restos de lo que privadamente fuimos se diluyeron al fin…” (El expediente del náufrago, 1992).

Entre episódicas conversaciones de vinos, Eulogio Santaella (para mí el más acabado tecnócrata dominicano) una vez soltó esta verdad: “No hay nada tan patético para un político que ser llamado ex”. No me permitió rumiar su declaración cuando con filosa ironía remataba: “Esa conciencia se hace neurótica entre el cierre de las elecciones y la toma de posesión del nuevo gobierno. Es apenas el umbral de un trance oscuro que solo termina cuando se vuelve al poder”.

En cierta ocasión un exfuncionario, con abatido aliento, me confesó: “El poder es un altar de ciegas ingratitudes”. Mucho se ha escrito sobre esa frustración: una caída no siempre amortiguada por caracteres fuertes o bien templados. Recuerdo esta vieja admonición del historiador romano Tácito (55-115 A.C.): “Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”. Y es que pocas veces el poder nos enseña a vivir sin él. Decía Kissinger que sus seducciones son afrodisíacas.

Muchos “ex” libran porfiadas batallas interiores. Volver a ser lo que un día fueron nunca será: es un laberinto de recias autonegaciones. Para algunos ha significado un ruidoso derrumbe desde la cima al inframundo. Hace meses algunos estuvieron en el cenit del sol; hoy guardan prisión sin todavía entenderlo y cuando apenas asimilaban la readaptación. En su torcida estructura psíquica se presentían eternos e inexpugnables. Hoy no se lo creen. Apenas empiezan a sentir la pérdida de la anestesia que les hacía vivir la levedad de la gloria y el abrazo de todos los mimos. Despertar a la mortalidad de un solo espanto es para enloquecer. Y algunos lo han hecho entre barrotes. Me imagino sus obsesivos pensamientos y las picadas de su mordiente conciencia. Prefiero no sospecharme en sus sueños.

Ser un “ex” en una cultura política machista no solo pone a prueba el carácter sino el sentido del valor propio. Admitir la “normalidad” cuando la función pública es una prestación altruista es llevadero; no así en un medio, como el nuestro, donde el cargo público es para quien pretende rotar socialmente, centuplicar las inversiones, hacer carrera política o sanear la imagen social, por solo citar típicos adeudos del nombramiento.

Por eso creo que la función pública debe reservarse a personas con proyectos existenciales acabados. Eso no significa, como una vez me quisieron malinterpretar, que al Estado debe ir gente rica. Nada que ver. Hablo de personas que no precisen de un cargo para ser; ya hechas, consumadas en convicciones, en cuadros de vida y en realización “humana”; que asuman el servicio público como un aporte trascendente y no como una oportunidad, una gracia o una contraprestación. Y no es que no las haya. Lo que pasa es que los partidos las buscan donde no deben; allí donde poco o nada tienen que invertir o bajo la implícita premisa de retribuir las aportaciones electorales con las oportunidades del Estado en contrataciones y obras. Es así que las buenas intenciones de los gobernantes se ven enredadas muchas veces entre las espinosas ambiciones de sus funcionarios. Y esas breñas ahogan.

En tal cuadro los gobiernos se llenaron de oportunistas y la política perdió sentido colectivo; una práctica alejada del bien común de Aristóteles, de las instituciones públicas de Weber o de las relaciones de poder de Bobbio, Dahl o Duverger, pero muy cercana a Maquiavelo como forma de adquirir y perder el poder. En fin, sobre un pragmatismo instrumental y utilitario, la ideología se hizo comercio y el Estado la gran empresa.

Construir un modelo que rescate y afirme el valor del servicio público como negación a esa concepción es una tarea inconmensurable. Se impone apoyar todo buen propósito, débil o fuerte, que empiece a trastornar las bases de tal deformación cultural. Por eso endoso una persecución judicial robusta, garantista e independiente, consciente de que la impunidad subvierte todo sano empeño de institucionalización. Obvio en cambio las distintas lecturas, interesadas o no que, con los colores de los prejuicios, les imprimen los más diversos tonos a los procesos judiciales. Me quedo con lo esencial: escarmiento para el pasado y ejemplo para el presente. Punto.

Nunca he entendido cómo ir al Estado sin tener una sola idea de desempeño. Y es que el primer acto de corrupción es aceptar un cargo público para el cual no se tiene la competencia. Mientras pensemos que dar un cargo es un acto de justicia para premiar la espera, la lealtad y hasta la pena, seguiremos cargando con un Estado pesado, ineficiente y corrupto. Ese ciclo hay que cerrarlo. El Estado no es para dar cargos; es para prestar y garantizar servicios colectivos.

Ver media familia de un expresidente en la cárcel alienta, pero también abruma. Dejar pasar ese hecho o aceptarlo como normal nos brinda una pasmosa comprensión de los límites cruzados. Hemos consentido más de lo tolerable. Precisamos justicia, sí, pero también lecciones. No basta con perseguir; se impone hacer. La idea no es llenar las cárceles y masturbar el morbo público, sino investir de respeto al Estado y hacer de la función pública una oportunidad de servir, pero sometida a consecuencias.

El día en que la sanción de haber sido un funcionario corrupto sea algo más que verlo escurridizo trashumando por las calles como perseguido por fantasmas o sin valor para mirar de frente, empezaremos a contar otra historia. Ser un “ex” debe ser una condición inspiradora cuando el cometido pueda acreditar un pasado de limpio compromiso. Haber honrado una función pública con cuentas claras y un testimonio de integridad como aval debe ser uno de los alientos más fuertes que pueda soltar nuestro pecho. Queremos ver gente presa, sí, pero aún más buenos ejemplos. La Justicia no distingue tiempos.

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