La pesadilla de las minas antipersona vuelve a las comunidades indígenas de Colombia
Primero fue un niño indígena de 13 años el que cayó en una mina antipersona y perdió una de sus piernas. Fue en marzo de este año en Murindó, un municipio ubicado en el Urabá antioqueño, en el norte de Colombia, y aunque la comunidad lanzó alertas y denunció que la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, (ELN) los tenía rodeados de campos minados, no pasó nada. La última víctima fue una mujer de 22 años que murió el pasado 20 de junio tras pisar uno de estos artefactos. Su hija de dos años resultó herida.
La muerte de Remilda Benítez Domicó, de la comunidad embera de Bachidubi, no fue noticia de primera plana, ni alcanzó a ser viral en redes sociales, pero reveló la crítica situación humanitaria que viven al menos 900 indígenas que están entre las balas del ELN y los grupos paramilitares del Clan del Golfo, y una realidad: el regreso de las minas antipersona y artefactos explosivos a un país que ha hecho esfuerzos por desminar miles de hectáreas.
La Organización Indígena de Antioquia informó que Remilda perdió la vida cuando hacía labores de agricultura en un camino ancestral y que su bebé tuvo heridas leves. “Presuntos integrantes del ELN, a través de un panfleto y audios de WhatsApp, amenazaron a las comunidades de Murindó con la reinstalación de este tipo de artefactos explosivos, como respuesta a una supuesta incursión paramilitar, que buscaría retomar el control armado territorial de esta zona que estuvo históricamente ocupada por las FARC”, aseguró la OIA. El Ejército también ha asegurado que destruyó doce artefactos explosivos e hizo inspecciones en amplias zonas de esta comunidad. Los grupos armados, sin embargo, los reinstalan e impiden salir a cazar o sembrar sus cultivos.
Tras el desarme de la guerrilla de las FARC, hoy convertida en partido político, se ha vivido una fragmentación y reacomodamiento de los grupos armados. Disidencias de ese grupo, el fortalecimiento de la guerrilla del ELN y la presencia de grupos paramilitares ligados al narcotráfico tienen sitiadas a varias poblaciones rurales del país como esta comunidad indígena.
Pero no se trata solo de minas antipersona, que son las más conocidas. Entre enero y marzo de 2021 el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) registró 104 víctimas de artefactos explosivos (minas antipersona, restos explosivos de guerra, artefactos explosivos lanzados y artefactos explosivos de detonación controlada). Del total de víctimas, 61 son civiles. Remilda se suma a las siete víctimas fatales y su bebé a los sobrevivientes que quedan con graves consecuencias físicas, sicológicas y emocionales que perdurarán a lo largo de su vida. El CICR indica que los accidentes ocurrieron en nueve departamentos del país y que Cauca, Norte de Santander y Nariño, concentran el 71% de las víctimas. El número de personas que han sido afectadas directamente se ha triplicado entre 2017 y 2018 y la tendencia continuó en aumento en 2019.
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Colombia comenzó a desminar en 2006, en el marco de la Convención de Ottawa. Más adelante, en el contexto del proceso de paz, se crearon programas de limpieza conjunta entre el Ejército y guerrilleros de las FARC y se logró sacar minas en zonas que antes estaban vetadas. La Administración de Iván Duque continuó el proceso y según su Alto Comisionado para la Paz a finales de este año entregará 180 municipios certificados como libres de sospecha de minas antipersonales. Sin embargo, reconoce que 73 municipios no cuentan con las condiciones de seguridad necesarias para intervenir y desminar.
En la comunidad donde murió Remilda le suplican al Gobierno de Iván Duque que “reactive con urgencia la mesa de diálogo con el ELN”, pero esta posibilidad está cerrada desde que ese grupo armado atentó contra una escuela de cadetes y dejó 22 muertos, en enero de 2019. Y quedó aún más sepultada tras el atentado con coche bomba a una instalación militar en Cúcuta, el pasado 15 de junio, del que se cree son los responsables.
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