Argentina, la república en el alambre
El alambre es el gran recurso argentino. Si una silla se rompe, la atamos con alambre. ¿Problemas con la cisterna? Ponemos un alambre. Techos, señales de tráfico, puertas, carteles o motores funcionan gracias a quien tuvo la ocurrencia de poner ahí un alambre. “Atar con alambre” es una metáfora muy argentina. Quiere decir “salir del paso sin mucho esfuerzo”. La bendición del ingenio criollo. También su maldición. “Atar con alambre” se resume en una palabra más contundente: chapuza.
La combinación de una pandemia con casi 80.000 muertos, hasta ahora, vacunación lenta y acusaciones de corrupción o inoperancia, pérdida de imagen del Gobierno por sus idas y sus vueltas, desempleo creciente, alta inflación, fábricas a medio gas, inmensas deudas públicas y privadas y 3 millones de nuevos pobres en el último trimestre, según datos de la Universidad Católica Argentina (UCA), muestra los límites de la improvisación en la que tantas veces vive Argentina, sea cual sea el gobierno.
Cambios recurrentes de normas, de impuestos, de políticas, de organización, de condiciones o, simplemente, de alambre. Hasta el propio Presidente de la República respondía, durante una entrevista, con toda una declaración a la pregunta de por qué no había plan económico: “Los odio. Nunca se cumplen”.
Una larga cola de 19 millones de pobres multiplicados a lo largo de décadas representa hoy un 42% de la población argentina, según el Instituto de Estadística y Censos (INDEC). Todo un golpe al elevado ego nacional. La lupa convierte el porcentaje del INDEC en tragedia: en el cinturón de ciudades que rodean la capital, el llamado conurbano, la mitad o más de los vecinos es pobre, una cantidad que puede llegar a 5 millones de personas. De cada 10 niños, 6 o 7 viven en la pobreza. Junto a ellos, la clase media camina también por un delgado alambre: el 75% de las familias está endeudado, según los datos del Banco Central.
Hay perdedores de los perdedores, los que ya no tienen ni un alambre para sujetarse. Como los 25 vecinos de Anfama, una aldea de montaña en Tucumán, que caminaron 12 horas por el lodo y bajo la lluvia para que Flora Balderrama, 80 años, paralizada por la picadura de un alacrán, recibiera asistencia médica. Podía haber ido un helicóptero sanitario, pero no estaba en servicio. Podía haber ido una ambulancia, pero el camino era inaccesible. En una zona boscosa, húmeda y montañosa, nada estaba preparado para la inclemencia del tiempo.
Decidieron armar una camilla con ramas, envolvieron a Flora en mantas y la ataron para que no se cayera. Caminaron durante 40 km hasta encontrar, por fin, la ambulancia. Eso sí, en Argentina no hay final feliz: no había enfermeros ni médicos. Solo un chófer. “¿Por qué nunca hay un plan para asistirnos si nos pasa algo?” se preguntaba exhausto uno de los aldeanos. “En Anfama no hay médico más que una o dos veces por mes. La escuela tiene wifi, pero queda apagado parte del día. Para comunicarse hay que llamar a una base por radio y de ahí a un teléfono”, cuenta Mariana Romero, una periodista que narró en directo la travesía.
Una “decadencia” de 50 años
“La decadencia de los últimos 50 años en nuestro país es autoinfligida. No supimos lograr estabilidad institucional, con partidos políticos fuertes y consolidados, ni un modelo de desarrollo consensuado”, reflexiona Alfonso Prat-Gay, ministro de Economía en el anterior gobierno de Mauricio Macri. “Nuestro PBI per cápita ahora es el mismo que el de 1970”, remata.
El 60% de la población piensa que la economía, su economía, irá a peor en los próximos meses y que no hay plan para el futuro, según una encuesta de mayo hecha por la consultora Management&Fit. En un estudio de la UADE (Universidad Argentina de la Empresa), entre las diez primeras palabras para definir el estado de ánimo, sólo dos eran positivas: optimismo o tranquilidad. El resto iba de mal en peor: desde mal humor a ansiedad, pasando por el decaimiento, la tristeza y mucha, mucha incertidumbre.
“Nos quedamos anclados en el ensoñación de lo que fuimos”, dice Fabio Quetglas, diputado de la oposición y economista especializado en desarrollo. “No logramos pensar a largo plazo y el resultado es un país que no tiene un plan para desarrollarse y gestionar con inteligencia sus recursos”. “Argentina lleva más de 40 años sin entender el mundo que nos rodea. Después de la crisis de 1929, se recuperó en dos o tres años, antes que Estados Unidos. Había un plan. La Pampa fue el motor del desarrollo y se integró al mundo. Había tecnología, normas de propiedad, genetistas para mejorar el ganado y una élite que había tocado fondo, que necesitó adaptarse. Duró décadas pero quebró con la crisis del petróleo en 1975”, explica Quetglas.
En ese año aproximadamente llegó el señor Ávalos a Buenos Aires. Uno de los miles de niños que emigraban desde el norte hacia la ciudad de las promesas. Con su madre, encontró unos metros cuadrados de tierra, hicieron un techo y empezaron a dar vueltas por la vida porteña: a veces un empleo, a veces no. A veces un poco de carne, a veces arroz. Un día mejor, otro día peor. La vida de Ávalos nunca fue mucho mejor que eso. Precaria. En esa precariedad nació hace 34 años su hijo, Mariano. En 1987, antesala de la hiperinflación más grande de la historia argentina, al final del Gobierno de Raúl Alfonsín. Jugaba a la pelota en los años noventa, cuando el ex presidente, Carlos Menem, anunciaba que un peso era un dólar, presentaba un sistema para viajar a la estratósfera liderado por Argentina y crecían rápido las riquezas en cada esquina.
A Mariano Ávalos nunca le tocó ni una pepita de aquella fiebre. Por no tocarle, ni siquiera le tocaba salir de excursión al Museo de Ciencias Naturales, porque no tenía ni DNI. En su barrio, en la villa de la Cava, no necesitaba documento, un peso era un peso y la única riqueza que se veía eran las camionetas de los propietarios de talleres textiles clandestinos. Cuando ya le tocaba buscar trabajo y seguir estudiando, le cayó encima la crisis del 2001 a los 14 años. Vio en la televisión cinco presidentes en una semana. Su padre sin trabajo, él y sus ocho hermanos, sin esperanzas. La vida iba en bajada.
Pero Argentina, tanto como se hunde se recupera. Así fueron los primeros años del nuevo siglo, con cuentas equilibradas y un boom de soja entre desde 2003. Parecía que las cosas mejoraban: logró documentarse, estudiar gastronomía y emplearse en una Municipalidad. Ahora subía.Y tanto como se recupera se hunde. Un nuevo golpe económico, entre 2015 y 2018, empobreció más a Mariano Ávalos. Estaba entrenado para sobrevivir y siguió adelante. Hasta que llegó la pandemia en 2020. Entonces, sintió el golpe como un derechazo a cámara lenta. Se quedó sin trabajo, su vida se ha detenido. “Ya no tengo sueños”, dice Ávalos. “Quiero trabajar de lo que sea, ordenarme la vida”.
“La economía Argentina rebota después de cada crisis pero ese sube y baja deja siempre la pobreza un escalón más arriba que en el inicio del ciclo anterior”, explica Prat-Gay. “Esa inercia decadente se quiebra sólo con un Programa de Desarrollo que transforme el rebote ocasional en crecimiento genuino y que destierre para siempre el estancamiento y la volatilidad”.
Argentina ha pasado por inflaciones, endeudamientos, hiperinflaciones, corralito, más inflaciones y quiebras. Cuanto está a punto de caer al precipicio aparece un viento favorable que la salva. Nada se arregla verdaderamente, pero la rueda sigue rodando.
“Es como el jugador en una ruleta. Tras una mala noche pierde sus ahorros, vende el coche y se sube a un taxi, borracho, pensando cuándo lo echarán su mujer y sus hijos de casa, pero entonces… encuentra una billetera olvidada. Dinero fresco! Logra ocultar el desastre a su familia, vuelve a jugar y vuelve a arruinarse, a la espera de encontrarse con otro milagro”, cuenta Fabio Quetglas.
Juan Mamani se siente perdedor en este casino. Hombre, 38 años, se manifiesta en el Obelisco, el centro simbólico del país, por no tener trabajo. “Hasta 2019 fui empleado 10 años en una empresa tabacalera. Nos echaron a mí y a 200 compañeros más. En mi pueblo, esa fábrica era la vida. Tuve que venir a Buenos Aires para encontrar otro trabajo. Yo tenía planes en mi pueblo. Pero en Argentina no podés planear nada”, explica Mamani. “Ni una noche mirando la televisión porque donde vivo te cortan la luz siempre”.
Florencio Varela, donde vive Juan, a unos 25 km del centro de Buenos Aires y 120 minutos en transporte público. Es uno de los distritos más pobres del país. 70% de los menores vive en la pobreza. Las ambulancias no llegan si te enfermas, la policía tampoco llega si te roban. Calles de barro. Barrio de ranchos. “Ni siquiera hay cloacas”, aclara Mamani.
En Argentina, un tercio de la población carece de cloacas, un tercio padece inseguridad alimentaria, un 12% no tiene agua corriente, un 24% vive entre basurales, según el Informe Deudas sociales en Argentina, de la Universidad Católica Argentina (UCA) que lleva décadas midiendo la pobreza. “Nos hemos acostumbrado a que un 40% de la población viva en la pobreza sin que esto despierte indignación. Es el reflejo de la incapacidad de la clase dirigente de nuestro país para encontrar un desarrollo económico inclusivo y sustentable”, dice Prat-Gay.
“Tenemos un estado tan ineficaz que transforma miles de millones de pesos formales del presupuesto público (un 75% va a gastos sociales) en dinero negro. Primero, en efectivo que sacan de los cajeros quienes reciben ayudas. Y luego usando ese dinero ennegrecido en los comercios del barrio. Todo un estímulo a la precariedad y a la pobreza”, dice Jorge Alvarez de IADEPP, una ONG enfocada en argentinos indocumentados. Según un informe del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF), la evasión de IVA va de entre 3.000 a 4.000 millones de USD. La economía en negro es el gran territorio en el que se mueven casi 20 millones de argentinos
“No vas a arreglar la pobreza haciendo que las personas usen su tarjeta, pero al menos es un camino para salir de la informalidad y de la pobreza”, dice Gabriel Bizama, consultor de Naciones Unidas sobre inclusión financiera. “Podría permitir que haya acceso al crédito para mejorar una casa o armar un negocio. En Argentina no hay crédito o las tasas son altísimas”. El diagnóstico suele estar claro en este país. El problema es cómo se hacen las cosas. Consume horas de debates y discusiones desde hace décadas. De esas tertulias sobre qué hacer con este país había muchas en el Café La Puerto Rico.
En su salón de techos infinitos y columnas de mármol hasta hace poco escuchabas eso tan porteño sobre “lo que pudimos ser y al final no fuimos”. Se fundó hace 100 años, cuando Argentina era una de las potencias del planeta. En sus ventanales se refleja un país distinto. La ciudad esplendorosa se ha llenado de familias en portales, niños malnutridos y adolescentes arrastrando carretas llenas de cartón. El Café cerró sus puertas por la pandemia de la covid. Sus reliquias deben estar a la venta, como un viejo poster publicitario que colgaba de sus paredes: “A los campeones argentinos”, conmemoración del Mundial 78. El póster hoy se remata a 5,9 dólares en Mercado Libre, el Amazon latinoamericano.
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