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Venezuela merece otra negociación

Venezuela merece otra negociación

Familias de migrantes venezolanos en San Cristóbal, estado de Táchira (Venezuela).Johnny Parra / EFE

En Venezuela, tanto Nicolás Maduro como la oposición democrática han declarado públicamente su disposición a explorar la posibilidad de iniciar otro proceso de negociación, que muy probablemente sea facilitado nuevamente por el Reino de Noruega. El proceso cuenta con el visto bueno de los Estados Unidos, Europa y de la mayor parte de los países latinoamericanos. Aún falta que los aliados internacionales del chavismo, entre ellos, Rusia, Cuba y China hagan lo mismo. Este amplio apoyo internacional es quizás el punto más distintivo de esta aproximación a una salida negociada, que permita restablecer unos mínimos electorales e institucionales que restauren el orden constitucional del país. Lamentablemente, el prospecto final aún no está asegurado: las partes han fracasado en sus últimos tres intentos de negociación y cada fracaso anterior aceleró el autoritarismo, profundizó la crisis humanitaria y traicionó las expectativas de los venezolanos que optaron por migrar masivamente hacia el exterior.

¿Cómo incrementar las probabilidades que Venezuela vea una luz al final del túnel? La última ronda de negociaciones en agosto de 2019, cuando las partes habían avanzado en acuerdos tentativos -según declaraciones públicas de varios de sus comisionados-, el proceso fue interrumpido por presiones externas auspiciados por actores de línea dura, y promovidos directamente por John Bolton como Jefe de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, quienes activaron sanciones secundarias al régimen chavista, justo cuando las discusiones estaban entrando en un terreno crítico, bajo la esperanza que Maduro aceptaría abandonar el poder. Esta acción le permitió a Maduro, quien se sintió seriamente amenazado, encontrar la perfecta excusa para abandonar las conversaciones facilitadas por Noruega en Barbados, y evitar así contarse electoralmente en un momento de gran debilidad. Esto a su vez permitió a la línea más extrema de la oposición declarar el proceso como formalmente cerrado y explorar otro tipo de medidas internacionales de mayor fuerza, muchas de ellas contraproducentes.

El resultado del colapso de esta negociación fue paradójico, por decir lo menos: un Maduro impopular e ilegítimo, sentado en el Palacio Presidencial de Miraflores, logró cohesionar a todos los factores internos del chavismo, incluyendo a los militares, frente a la amenaza externa, y logró resistir así en el poder durante los últimos 22 meses en medio de la pandemia. Ante el fracaso, los venezolanos se desengancharon de cualquier expectativa de mejora, y mucho menos de un acuerdo político que permitiera recuperar la democracia.

La única manera de asegurar que esto no vuelva a ocurrir con una negociación es que tanto el chavismo, como la misma oposición, e incluso la comunidad internacional, garanticen que esta ronda no será otra vez una simple extensión del enconado conflicto político venezolano. Para ello, todos tienen que hacer una concesión de entrada, que sea de gran peso, que asegure que las partes efectivamente estén construyendo un espacio de distensión que garantice que haya disposición a llegar a acuerdos, algo que nunca ocurrió en ninguno de los procesos anteriores.

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El chavismo debe liberar a todos los presos políticos y normalizar la situación de los partidos políticos de oposición perseguidos e intervenidos judicialmente. Y la oposición, con el apoyo de los Estados Unidos, debe pedir remover las sanciones secundarias o permitir introducir un programa de petróleo por alimentos y vacunas que atienda masivamente la situación humanitaria. Este es el principal reto de la mediación de Noruega. Una vez que este tipo de precondición se logre: el tema del cronograma electoral, sus garantías y el abordaje a la crisis humanitaria debería ser más sencillo de consensuar.

La realidad es que Venezuela, como Irán, enfrenta severas restricciones financieras, petroleras y secundarias por parte de la Casa Blanca en Washington. Con el desmontaje de las sanciones secundarias, el presidente Biden estaría volviendo a la misma situación de agosto de 2019, y estaría enviando una señal clara que este es el tipo de soluciones que efectivamente desea apoyar. Con ello, Estados Unidos le estaría hablando directamente al chavismo: su objetivo no es eliminarlo políticamente, sino garantizar la vuelta a la democracia en Venezuela. Esto lo estaría haciendo sin necesariamente flexibilizar las duras restricciones internacionales restantes que fueron activadas como resultado de las medidas inconstitucionales en contra de la Asamblea Nacional en 2017 y la falta de reconocimiento internacional a las ilegitimas elecciones presidenciales de 2018. Adicionalmente, esto permitiría que las medidas de construcción de confianza sean altamente populares, pues las sanciones internacionales son rechazadas por una amplia gama de la opinión pública y podrían ayudar a que la población se vea también invertida en el éxito del proceso. Como consecuencia, sería políticamente más costoso para las partes levantarse fácilmente de la mesa de negociación. De esta forma todos tendrían más incentivos para negociar en firme un acuerdo final.

Otra precondición es abandonar el intento de las partes de fijar con anticipación los resultados de la negociación antes de haberse iniciado la conversación. “El nada esta negociado hasta que todo esté negociado” ha sido en el pasado una excusa de los actores políticos para impedirle a la mesa ir avanzando sobre una agenda compleja que incluye múltiples temas: electorales, humanitarios, económicos, institucionales, garantías políticas y justicia transicional. Pretender convertir la negociación nuevamente en una especie de “todo o nada”, que es lo que algunos llaman integral, es negar que la situación es compleja, que necesita de múltiples canales de negociación, en los que unos temas avanzan más rápido o más lento que otros. Para ello es necesario evitar este debate, pues lo que debe ser integral es tanto la agenda como el proceso y los resultados deben ser consensuados, observables y ejecutables con el apoyo internacional si ambas partes así lo desean. Si la mesa decide avanzar, entonces que avance.

Ya los grupos más moderados de la oposición, con el apoyo de un amplio número de organizaciones civiles movilizadas alrededor de una salida negociada, han logrado que el chavismo acepte unos rectores opositores con credenciales intachables dentro del organismo electoral. La oposición ha obtenido su mejor representación en más de una década tanto en cantidad como en calidad de sus representantes. Sin embargo, el Consejo Nacional Electoral dista de ser perfectamente independiente, pero es sin duda un primer paso en la dirección correcta. Con las elecciones regionales en noviembre, la oposición debe aprovechar la oportunidad para movilizar el descontento político en las provincias frente al colapso de los servicios públicos; en vez de mantener la inercia de una estrategia maximalista, que privilegia lo internacional por encima de lo nacional, y que los ha ido descapitalizando políticamente al pasar del tiempo. Esto de ninguna forma es incompatible con la negociación.

A Venezuela se le presenta una nueva oportunidad para salir del marasmo. Antes de centrar las expectativas sobre resultados futuros del proceso, en especial sobre un eventual calendario electoral con garantías plenas, que todos esperamos se logre, lo vital ahora es blindar las condiciones que hagan que el proceso llegue a buen puerto, y no esté expuesto a distintas fuerzas que intenten desestabilizarlo. Es por ello que la comunidad internacional debe acompañar esta posibilidad con inteligencia. Y los actores nacionales deben terminar de aceptar que la negociación no es simplemente una opción: es la única opción realista que actualmente todos tienen a su disposición. Solo así el proceso quedará protegido. Otro fracaso negociador llevará a Venezuela a seguir viviendo un conflicto político, que ya hemos experimentado con ribetes existenciales por casi una década, como si fuera, en la práctica, una guerra civil.

Michael Penfold es investigador del Wilson Center en Washington y Profesor del IESA en Caracas

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