El precio a pagar por protestar en Colombia
Nicolás Bernal, un adolescente flaco y melancólico, se recuerda a sí mismo, como si se tratara de la vida de otro, frente a un escuadrón de antidisturbios. Recuerda que a su alrededor había una hilera de edificios derruidos y llenos de grafitis, al sur de Bogotá. Venía de jugar al fútbol con unos amigos cuando, al cruzar una calle principal, se encontró frente a un pelotón de soldados. Después de ese instante todo se le vuelve nubloso. Lo siguiente que le viene a la memoria es el traqueteo de un vehículo en el que se encontraba.
—Me desperté un pedacito y yo iba en un… ¿cómo se llama eso en lo que usted trabaja?
—Taxi—, le responde su padre, Ericsson Bernal.
Su prima Laura Sofía escucha el diálogo entre padre e hijo mientras se cepilla el pelo frente a un espejo del salón de su casa. “Desde ese día hay que completarle las palabras y las frases”, interrumpe ella.
El muchacho, de 13 años, no se da por aludido y continúa el relato: “Eso, taxi”. Se volvió a desmayar a continuación, cuenta. Iba camino del hospital, le llevaba un taxista que lo había recogido en la calle, antes de que la multitud pudiera pasarle por encima.
Bernal recibió el golpe de un bote de gas lacrimógeno en la parte de atrás de la cabeza. Era el 30 de abril. En el momento del impacto, según los testigos, convulsionó y expulsó sangre por la boca y los oídos. El impacto le tuvo 15 días en el hospital y le ha afectado la visión del ojo izquierdo. Para demostrarlo se quita el parche y deja al descubierto dos pupilas descompasadas. “Lo veo a sumercé dos veces”. En la habitación del hospital recibió la visita de su padrino, una de las personas que más quiere y de la que ahora ha olvidado el nombre. Se refiere a él como “el hombre alto”.
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El estallido social en Colombia, inicialmente contra una reforma tributaria que golpeaba a las clases medias y trabajadoras, ha dejado miles de heridos durante las manifestaciones contra el Gobierno que se han celebrado a lo largo de todo el país. La brutalidad de las técnicas que ha utilizado la policía para reprimir las protestas ha alertado a la comunidad internacional. Al menos 14 personas, de las más de 40 que han muerto en los últimos 25 días, lo hicieron a manos de la policía. En ocasiones como consecuencia de disparos de armas de fuego producidos a escasos metros de distancia.
Los agentes han desplegado en este tiempo todo un arsenal de armas que en teoría no son letales. Botes de gas lacrimógeno, bombas aturdidoras, cañones de agua y unos cohetes múltiples muy aparatosos que, sobre todo de noche, producen un efecto desconcertante. Esta munición, de cerca, produce daños graves en los afectados y pueden llegar a ser letales.
A media tarde del 14 de mayo, viernes, Juan Diego Ortega, de 24 años, iba vestido de vaquero. Administra la feria comercial más grande del Cauca, la región donde la protesta ha sido más sangrienta. Ese día, sus amigos, que saben que es experto en primeros auxilios, le escribieron para que agarrara un botiquín y se presentara en primera línea de las manifestaciones en la ciudad de Popayán. La mañana anterior, una chica de 17 años se había suicidado tras denunciar que unos antidisturbios le habían agredido sexualmente.
Los jóvenes se concentraron para protestar ante la comisaría donde supuestamente ocurrieron los hechos. El asunto se tornó violento cuando algunos manifestantes quemaron propiedad pública. Los antidisturbios trataron de dispersar a la gente con una tanqueta que arremetía contra ellos. En un vídeo se ve al camión atropellar a tres personas en la esquina de una calle. A continuación, cambia de dirección y estampa a otros chicos contra una valla. Ortega trató de auxiliar a uno de ellos cuando la tanqueta le golpeó en un costado y después en la cara.
Por el impacto sufrió un traumatismo craneoencefálico y una laceración en el párpado que ha necesitado cirugía. “Eso no es lo peor. Eso se curará. Pero desde entonces estoy en tratamiento psiquiátrico. No puedo dormir”, cuenta al otro lado del teléfono. Según el ministerio de Defensa, hasta el momento hay 1.037 personas lesionadas. En el mismo tiempo se cuentan 1.029 policías heridos. El Gobierno argumenta, para justificar su respuesta, que la policía está recibiendo ataques sistemáticos de grupos organizados. La nueva canciller, Marta Ramírez, está estos días de viaje para tratar de contrarrestar la imagen negativa del Gobierno desde que comenzaron las protestas.
La protesta en Colombia tiene su origen en una subida de impuestos a la que se le ha sumando un gran malestar social. La actuación de la policial no ha ayudado a apaciguar ese descontento. Jerónimo Castillo, investigador de la fundación Ideas para la Paz, un laboratorio de ideas, considera que las autoridades no han sabido responder a las demandas de la calle. “Hay un Estado que se ha ido desmontando su bienestar y se ha concentrado en asuntos policiales (la guerrilla, la guerra contra el narco). Ahora ha sido incapaz de comprender que hay un cambio en la manera de entender la gobernanza porque se tiene que negociar con múltiples actores sociales y políticos. Pero la única respuesta es policial”, sostiene.
Los vídeos con escenas de abuso policial se han vuelto virales en los teléfonos móviles de los colombianos. “Si el Gobierno no toma acciones decisivas para frenar estos abusos, es probable que la policía colombiana no deje prácticamente ningún tipo de brutalidad sin cometer”, opina José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, que durante toda la crisis ha documentado los excesos. Alejandro Lanz, presidente de Temblores, una organización especializada en registrar abusos de la autoridad, añade: “Hay una violencia injustificada”.
Él ha constado al menos 33 casos de personas que han perdido la visión o han sufrido golpes muy fuertes en los ojos. Uno de ellos es el de Juan Pablo Fonseca, pinche de cocina de uno de los mejores restaurantes de Bogotá. “El 1 de mayo ocurrió el atentado”, explica su hermano. Un antidisturbios, a 30 metros de distancia, le impactó con un bote de gas lacrimógeno en el barrio de Cedritos, un punto donde suele haber bastantes protestas estos días. En ese lugar el presidente Iván Duque tiene un apartamento. A Fonseca le tuvieron que extirpar el ojo y desde entonces ha sido sometido a seis operaciones más, de reconstrucción y maxilofaciales. Ha perdido audición de un oído y el ánimo, que su hermano se esfuerza por ayudarle a remontar. Él ha presentado denuncia ante la fiscalía y está encima de la investigación de asuntos internos que lleva a cabo el departamento de policía.
En ese mismo laberinto burocrático para que su caso no quede en nada se encuentra Sara Valentina Cárdenas, una estudiante de 18 años. El 5 de mayo, en Bogotá, recibió el impacto de un objeto contundente de la policía cuando trataba de refugiarse en un callejón. El golpe le produjo una grave lesión en la córnea y un desprendimiento de retina. “Nos dicen que el daño es irreversible. Ya no verá igual nunca más”, dice su madre, Sandra Pérez, mientras empuja la silla de ruedas de su hija en el instituto de medicina legal. Ese es el precio que su hija debe pagar por protestar.