Chucho Valdés, los bailadores cubanos de jazz y la conga del dentista
En La Habana cualquier cosa puede suceder. Eso se sabe. Lo mismo te encuentras en un hotel haciendo sándwiches a un ingeniero en extracción de hidrocarburos graduado en la Universidad del Petróleo de Bakú, que a una militante comunista que hace brujería con un amigo palero para “virarle el mundo al revés” a su exmarido y “la otra”, o te topas con un venerable grupo de bailadores de jazz que llevan más de medio siglo atrincherados defendiendo su gusto por la música estadounidense, incluidos los tiempos oscuros en que el jazz era mal visto en Cuba y considerado casi un ritmo enemigo. Otro día tienes dolor de muelas y vas a la consulta del dentista, y te encuentras allí en el sillón del suplicio al pianista Chucho Valdés hablando animadamente con un protésico dental que en sus ratos libres compone música popular, y Chucho va y le dice que la última conga que le enseñó “está buenísima” y que la va a incluir en un próximo disco que piensa hacer con su padre, el gran Bebo Valdés. Pasan unos meses, y Chucho graba La conga del dentista, y encima el álbum gana un premio Granmy.
La anécdota es de 2007 y ocurrió en la consulta del doctor Mario Gallo, excelente profesional y maestro de generaciones de dentistas cubanos. Gallo era además un jodedor descomunal, dueño de un humor criollo que te hacía reír a carcajadas aunque te estuviera masacrando con el torno. Quería poner en su cubículo un cartel que dijera: “Si quiere sufrir como un caballo, venga a la consulta del Dr. Gallo”. Pero no le dejaron.
Un día, al visitarlo sin previo aviso, Gallo terminaba de atender a Chucho Valdés y aquello derivó en una conversación que se convertiría en una de las escenas principales del documental Música para vivir, dirigido por el cineasta español Manuel Gutiérrez Aragón. El pianista estaba todavía bajo los efectos de la anestesia, y mientras Gallo bromeaba salió el tema de los bailadores de Santa Amalia, gente buena donde las haya. El grupo entonces estaba compuesto por una veintena de amigos que se conocían desde los años cincuenta y se reunían una vez al mes a bailar al ritmo de Dizzie Gillespie, Sarah Vaughan, Nat King Cole o Duke Ellington, aunque aquellas descargas también podían acabar con un mambo endiablado. La cuestión allí era moverse con swing.
El promotor de aquellas peñas era un carismático torcedor de tabacos llamado Gilberto Torres, quien a comienzos del siglo XXI enfermó y en el lecho de muerte hizo jurar a su hijo Willanga y su amigo Lázaro que mantuvieran las citas en su casa de Santa Amalia mientras uno solo de los bailadores quedara vivo. Chucho se mostró emocionado. No solo los conocía y se consideraba su amigo, sino que él mismo y su familia habían vivido durante años en la barriada de Santa Amalia y recordaba perfectamente las fiestas que se hacían en aquella casa, una antigua tienda de abarrotes que Gilberto bautizó como La esquina del jazz y que hasta fue visitada por Gillespie durante uno de sus viajes a Cuba.
Los bailadores contaban que en alguna ocasión, finalizando los años sesenta, aquellas peñas acabaron interrumpidas por la policía y con todo el mundo en comisaría por “diversionismo ideológico” más que por poner la música alta. De aquella época recordaba Chucho que él mismo fue uno de los fundadores de la Orquesta Cubana de Música Moderna, un grupo de jazz de toda la vida creado en 1967 al que hubo que ponerle ese nombre para disimular. Así eran las cosas entonces.
Le conté que trabajaba en un guion para un documental que pretendía rendir homenaje a los bailadores de Santa Amalia, ya por entonces septuagenarios, y de este modo contribuir a preservar su memoria. Chucho, que además de ser uno de los más grandes pianistas de jazz de todos los tiempos es un alma de dios, se prestó a colaborar en lo que hiciera falta. A Gutiérrez Aragón no hubo que rogarle mucho para que aceptara dirigir Música para vivir, pese a que un tiempo antes el realizador había dicho que debido al estado deprimente al que estaba llegando la profesión, abandonaba el cine definitivamente para dedicarse a la literatura. ¿Si Chucho estaba dispuesto a hacer lo que fuera por los bailadores, cómo no iba a estarlo Gutiérrez Aragón, de padre cubano y enamorado de la música de la isla desde su más tierna infancia?
El director conoció así la historia de Juan Picasso y Roberto Manzano, dos de los bailadores carismáticos del grupo, que acabarían convirtiéndose en principales protagonistas de la película. También a la pareja compuesta por Lázaro y Noemí, a Papito el profesor de tap y a Paulina la espiritista, que tenía en su casa un altar con velas, crucifijos y vasos de agua, en los que, decía, habitaban las almas de Billie Holliday, Ella Fitzgerald y otras grandes figuras del jazz, además de otros muertos propios, a los que atendía soplándoles de vez en cuando un buche de aguardiente y humo de tabaco habano. A Chucho y a Pablo Milanés, participantes también en el documental, no había que presentárselos a Gutiérrez Aragón, pues como presidente de la SGAE que había sido durante ocho años los conocía muy bien.
Desde el primer momento Manzano y Picasso enamoraron al director con sus cuentos. Con ellos recorrió los lugares míticos de la ciudad donde iba el grupo a descargar en los años cuarenta y cincuenta, como el bodegón de Goyo o el famoso Isora Club, en la calle Melones, barrio de Luyanó, que haría famoso el contrabajista Israel López Cachao con un danzón del mismo nombre escrito por su hermana Coralia.
Al cineasta le encantaba que Manzano hiciera el cuento de la vez que acabó en la unidad de policía acusado de “penetración ideológica”. “¡Penetrado de qué, so comemierda, a mí lo que me gusta es bailar jazz¡”, le respondió al guardia.
Pues llegó el día del inicio del rodaje en febrero de 2008, y con una puntería inigualable. Uno o dos días antes, Fidel Castro, que había renunciado provisionalmente a sus cargos en 2006 debido a una grave enfermedad, dio a conocer oficialmente su decisión de retirarse de la primera línea política. La noticia dio la vuelta al mundo y, presionado por la redacción de Madrid, este periodista se entregó a sus labores, abandonando la filmación. De vez en cuando llamaba a Aragón al set para ver cómo iba la cosa.
– ¿Qué dice la gente de lo de Fidel?
– Oye, aquí nadie comenta nada. Dicen que no han visto la televisión.
– Hombre, Manolo, pregunta…
– …. Ya he preguntado y nada… La gente anda en sus cosas. Y déjanos trabajar.
Pasaron los días y llegó el día de rodar la escena de Chucho con el doctor Mario Gallo y el técnico en prótesis dentales Osmani Valdés, autor de la conga —y que no es familia del pianista pese al apellido—. Para filmar dentro del hospital hubo que pedir más permisos que para entrar a una unidad militar, pero finalmente se consiguieron. Chucho, ganador de una decena de premios Granmy, se dejó llevar como un santo y la ficción acabó de forma delirante, con Chucho tocando palmas en el sillón del paciente, Gallo haciendo las claves con el instrumental odontológico y Osmani, dentadura en mano, cantando el estribillo: “Ven a bailar, vamos a arrollar/ esta rica conga pa que te ponga a gozar”.
La conga del dentista es el tema que cierra Juntos para siempre, disco producido por Fernando Trueba que es muy especial para Chucho, pues en aquella sesión magistral a dos pianos padre e hijo hicieron un repaso por la música cubana que toda la vida tocaron juntos en casa. Fue el octavo y último álbum que Trueba editaría a su gran amigo Bebo —obtuvieron tres premios Grammy y otros seis Grammy latinos—, y salió a la calle con una portada antológica diseñada por Javier Mariscal.
En 2010 Juntos para siempre ganó el Granmy al mejor álbum de jazz latino en 2010 y los bailadores de Santa Amalia vivieron el premio como un éxito propio. Estaban felices. Manzano y Picasso la llegaron a bailar en Santa Amalia en una de aquellas legendarias peñas, a la que siempre acudían jóvenes a descargar con los veteranos. Hoy los dos, y también Bebo, tocan ya en otro mundo, pero aquí queda esta historia.