Atrapados en el fuego cruzado de la frontera entre Colombia y Venezuela
Gabriel, venezolano treintañero, gafas redondas, camisa a cuadros, tiene aspecto de lo que es, un informático sereno y juicioso. Una vez al mes cruzaba en barca por un pequeño río de la selva hasta poner un pie en Colombia, donde compraba datos de internet que después revendía a sus paisanos. “Las antenitas colombianas llegan allá, te hacen el apaño”. Su negocio estaba fuera del radar de los guerrilleros porque era “chiquitico”, y a fin de cuentas comerciaba con algo que no se veía, que flotaba en el aire. Evitaba así los aranceles que estaban obligados a pagar los que transportaban de orilla a orilla, de un país a otro, gallinas, azúcar o gasolina. En esos viajes, de apenas unos minutos, parecía más un turista o un diletante que un empresario. Para él, la presencia de hombres armados era connatural a la vida, como la fotosíntesis o la lluvia tropical. Por eso cuando un militar venezolano le clavó el cañón de un fusil en las costillas y le preguntó si en su pueblo había guerrilleros, solo se le ocurrió una respuesta demasiado obvia:
— Toda la vida han estado acá.
No llegó a decirla porque se moría de miedo, pero lo pensó. Ese día, 25 de marzo, el Ejército venezolano registró algunas casas del pueblo, entre ellas la suya. Los soldados entraban a las bravas, revolvían cajones, miraban debajo de las camas y revisaban los móviles en busca de pruebas que demostrasen que tipos como Gabriel, aparentemente inofensivos, eran insurgentes. El Gobierno de Venezuela había iniciado cuatro días antes, desde Caracas, la mayor operación militar del país en décadas para tratar de echar de su territorio a una facción disidente de las FARC, el grupo armado marxista y colombiano cuyo grueso se desmovilizó hace cinco años para iniciar un proceso de paz.
Esos disidentes y el Ejército de Liberación Nacional, el ELN, la guerrilla activa más poderosa de América Latina, tienen cada vez más presencia en territorio venezolano, sobre todo en el Estado fronterizo de Apure, un lugar remoto para Caracas. El Gobierno venezolano, según analistas y expertos en seguridad, ha tolerado de manera tácita la presencia guerrillera desde la llegada de Hugo Chávez al poder hace dos décadas. Pero por algún motivo que no se ha oficializado, combate a los disidentes de las FARC a sangre y fuego desde hace seis semanas.
“Al parecer, el Gobierno venezolano decidió combatir al actor armado que más molestaba. Las disidencias, que participan en el negocio del narcotráfico y la extorsión, incumplieron el pago de cuotas de sus rentas ilícitas y estaban pisando territorios de otros grupos ilegales que tenían alianzas más fuertes con actores estatales de Venezuela”, explica Ebus Bram, investigador del International Crisis Group. Las alianzas locales entre guerrilleros y fuerzas de seguridad, añade, se basan sobre todo en el lucro y no tanto en el color político, lo que las hace más frágiles y volátiles.
Más información
La ofensiva militar de Caracas en este avispero, un corredor de transporte de cocaína, ha venido de la mano de bombardeos, la ejecución de cuatro campesinos, detenciones arbitrarias y torturas a vecinos acusados de colaborar con los guerrilleros, según ha documentado Human Rights Watch. De acuerdo a distintos analistas, el Ejército ha tenido un buen número de bajas, de las que no informa el Gobierno. “Un guerrillero vale por 10 soldados. ¿Por qué? Muy fácil. Llevan toda su vida combatiendo, es su forma de vida”, dice un líder social amenazado en un café de Arauquita, pueblo de la orilla colombiana.
Hasta este municipio han venido a parar más de 6.000 venezolanos que quedaron atrapados en el fuego cruzado entre las fuerzas de seguridad y la guerrilla. Huyeron con lo puesto. Viven desde entonces en campamentos de refugiados improvisados. Desde este lado, si apartan la vegetación espesa, pueden ver sus casas. Dersy Medina, de 37 años, se inquietó cuando comenzaron a circular rumores. “Ya se decía que venía el Ejército, pero pensábamos que no llegaba. Un día, escuchamos las bombas”, relata. Su percepción de la guerra es sonora: “Una no vio nada, solo escuchó. Se dieron plomo. Y todavía se dan. Ayer cayó una bomba y se movieron las carpas del refugio”.
En el lugar al que han llegado no son ningunos extraños. La frontera es porosa, cada día la cruzan con naturalidad. La mayoría ha vivido en los dos lugares y tiene familiares aquí y allá. A menudo cuentan con las dos nacionalidades. El contrabando a pequeña escala de productos de primera necesidad mantiene viva su economía. Una década atrás, los productos se llevaban de Venezuela a Colombia. Ahora es al revés. Desde la brutal crisis económica que sufre Venezuela desde 2014 por la caída del precio del crudo, la inoperancia de las autoridades y las sanciones de Estados Unidos, el viaje se hace en sentido inverso. La gente se sube a las canoas con frigoríficos, medicinas y garrafas de combustible, camino a un país que cuenta con una de las mayores reservas de petróleo del mundo.
Los refugiados se han difuminado en el paisaje de Arauquita, un lugar coqueto, en medio de la naturaleza, donde hay que tener cuidado con el coche para no atropellar a las gallinas y los monos que cruzan las calles sin respetar los pasos de cebra. La presencia de la guerrilla parece invisible hasta que al cruzar una esquina aparece una pintada en una pared: “ELN, 56 años de lucha”.
El grupo armado y los disidentes de las FARC ejercen su poder en la sombra. Cobran cuotas a comerciantes, se ocupan de que no haya delincuencia común en las calles y ejercen de tribunal cuando surge una disputa entre vecinos. Andrés, un joven entusiasta que regenta un negocio de bebidas a un lado de la carretera, paga 450 euros al año a los disidentes. Los extorsionadores le dan un recibo, firmado y sellado, para ahuyentar al resto de grupos subversivos. Esconde el papel en un cajón por si le registra la policía. “Es un problema de lado y lado. Si estás bien con unos, te caen los otros. Nunca estás tranquilo”.
Menos ahora, con el ruido de artillería de fondo. Gabriel, el informático que cruzaba el río para comprar tarjetas con datos, vive ahora en un albergue al aire libre instalado en un colegio que lleva el nombre del escritor Gabriel García Márquez. En las paredes hay pintada una cita profética de Gabo, que lo dejó todo dicho antes de morir en 2014: “La guerra, que hasta entonces no había sido más que una palabra para designar una circunstancia vaga y remota, se concretó en una realidad dramática”.
Eso le ocurrió a él. Un día estaba vendiendo paquetes de conexión a internet y al siguiente tenía un fusil apuntándole en el abdomen. Los soldados buscaban en su casa, según recuerda textualmente, “objetos de guerra” y “sujetos extraños”. Gabriel les abrió todas las habitaciones de la vivienda. Los militares le repetían sin cesar que dijera la verdad, que confesara que trabajaba con los insurgentes. En un momento dado se quedó a solas con uno de ellos en un cuarto, donde no podía verlos nadie.
— ¿Estás asustado?, le preguntó el soldado.
— Mucho.
— A usted lo mato, me lo llevo y lo hago pasar por guerrillero.
Gabriel pensó que era su hora. De repente, irrumpió en la habitación otro militar y apuró al soldado para que se marcharan. Se salvó por poco. El informático supo entonces que debía empacar sus cosas, su vida, y cruzar a la otra orilla.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región