Philonise, hermano de George Floyd: “El muro azul de la policía se ha derrumbado”
George Perry Floyd era, además de todas esas cosas que se han contado y escrito estos días por el juicio al policía que le asfixió con su rodilla en mayo de 2020, un armario de hombre. Rozaba los dos metros de altura, superaba los 100 kilos de peso y, cuando entraba en una habitación o cualquier local, solía ir saludando uno por uno a todo el que allí se encontraba para no dar miedo. A su madre, que quedó incapacitada por una apoplejía, la levantaba en volandas y bailaba con ella Love and happiness, de Al Green, en la sala de estar. Larcenia, fallecida en 2018, lo había criado junto a sus cuatro hermanos en un bloque de apartamentos públicos del Third Ward (Tercer Distrito) de Houston (Texas), el mismo barrio de la cantante Beyoncé, con su sueldo de cuidadora de guardería.
A todos los medía en una pared en la que dejaban una señal y Perry, como le llamaba su familia, siempre era el más alto. También, el encargado de preparar unos bocadillos imposibles de plátano y mayonesa para los pequeños y el mejor, con diferencia, jugando a baloncesto. Tanto, que gracias al deporte consiguió en 1993 una beca para estudiar en un centro universitario público de grados más cortos. Pero aquello no se le dio bien y, al regresar al barrio, todo se le empezó a dar bastante mal. Sufrió varios arrestos, cometió delitos de drogas, hubo robos y pasó hasta cinco años de cárcel.
Tuvo cinco hijos con distintas mujeres y trató de rehacer su vida muchas veces; apadrinó a chicos con problemas, se refugió en la religión, se mudó a la otra punta del país, a Minneapolis (Minnesota). Allí trabajaba de guardia de seguridad en un par de locales y llegó a coincidir, en uno de ellos, con un policía llamado Derek Chauvin que también trabajaba de vigilante para sacar un dinero extra. Con la pandemia, Floyd se quedó sin empleo y el 25 de mayo, cuando pagó un paquete de tabaco con un billete falso de 20 dólares, se encontró con la muerte. El agente Chauvin lo retuvo con la rodilla en el cuello durante 9 minutos y 29 segundos mientras clamaba que no podía respirar y que le iban a matar. En sus últimas palabras, llamó a la madre muerta: “Mamá, ya he terminado”.
Philonise Floyd ha oído esas palabras y visto morir a su hermano decenas de veces. En sentido literal. Ha pasado casi un mes en Minneapolis siguiendo el juicio por la muerte de George, en el que se han visualizado, estudiado y analizado esos momentos desde múltiples ángulos hasta la saciedad. Aquel 25 de mayo nació, sin pretenderlo, un icono global contra la brutalidad policial y el racismo, comenzó una ola de protestas sin parangón desde la muerte de Martin Luther King, en 1968, y cambió para siempre la vida de este camionero de 39 años que ahora habla en el Congreso de Estados Unidos, recibe llamadas del presidente Joe Biden y ha decidido dedicar su vida a evitar que haya “nuevos George Floyd”.
El hermano menor y principal portavoz de la familia Floyd atiende a EL PAÍS el jueves por la tarde, poco más de 24 horas después de un veredicto trascendental, en el que Chauvin ha sido declarado culpable de homicidio. Philonise había pasado las escasas 10 horas que el jurado se tomó para deliberar con el corazón encogido. “Cuando el juez se puso a leer y dijo ‘culpable, culpable, culpable’, sentía deseos de saltar, pero no quería faltarle al respeto al juez. Fue emocionante porque los afroamericanos, o mejor dicho, la gente de color y punto, no solemos recibir justicia en estos casos”, cuenta. En su opinión, el fallo es la excepción que confirma la regla, esa que dice que ningún uniformado rinde cuentas por sus abusos, un punto de inflexión. “El muro azul (el color de los uniformes) de la policía se ha derrumbado”, sostiene, “esta vez hemos visto a comandantes, jefes de departamento de policía decir que no iban a validar esto y eso me hizo sentir bien, porque la vida de George ha significado algo”.
Philonise también es alto y corpulento, aunque no tanto como Big Floyd, como también llamaban algunos al difunto. Lleva una mascarilla con los números 8.46, que hacen referencia a los 8 minutos y 46 segundos que, al principio, se calculó que el policía había apretado el cuello de Floyd contra el suelo, aunque conforme avanzó la investigación el cálculo definitivo se situó en los 9 minutos y 29 segundos. En la camiseta, bajo el traje, asoma el nombre de Daunte Wright en grandes letras blancas. Es el joven de 20 años muerto el 11 de abril en un suburbio cercano a Minneapolis cuando trataba de zafarse de un arresto porque una policía le disparó, según las primeras hipótesis de los investigadores, al confundir su pistola de balas con la paralizante.
El hermano de Floyd acudió con otros miembros de la familia al funeral del chico el jueves. Ha estado en contacto con los parientes de otros hombres negros muertos en intervenciones policiales que fueron grabadas y cuestionadas, como las de Eric Garner en 2014 en Nueva York, también inmovilizado por el cuello, o Philando Castile, tiroteado cerca de Minneapolis cuando advirtió a los agentes de que llevaba una pistola autorizada en el coche.
Esa es “una hermandad”, dice, de la que nunca quisieron “formar parte”, pero ahora le sienta bien ponerse a la cabeza de la manifestación, convertir la desgracia en una misión de vida. Ha decidido impulsar una fundación para luchar por que “no haya más Eric Garners, ni más George Floyds, ni más Philando Castiles”. Se va a llamar Instituto Philonise y Keeta [el nombre de su esposa] para el Cambio Social. Al estallar el caso Floyd, la familia se puso en manos de un conocido abogado de los derechos civiles, Ben Crump. En marzo, Minneapolis llegó a un acuerdo para pagar a la familia 27 millones de dólares (22,3 millones de euros) y así evitar la demanda civil interpuesta. Ese, asegura Philonise, es un dinero que pertenece a los hijos de su hermano y que tiraría ahora mismo a cambio de tenerlo de vuelta.
¿Cuándo se perdió George Floyd? ¿Cuándo el chico que jugaba a baloncesto y preparaba bocadillos de plátano se desvió y acabó en la cárcel? Es el momento de la entrevista en el que el semblante de Philonise Floyd se pone más serio: “Él no me mostraba esa parte”. La muerte de la madre, en 2018, lo liquidó emocionalmente. “Era una buena persona, pero lo estaba pasando mal”, añade. Antes, durante la adolescencia, le ocurrió lo que a muchos otros chicos de su entorno, según apunta una conocida de la familia, bajo condición de anonimato: “Le pasó el barrio, es muy fácil que te pasen cosas allí”.
La cuestión, dice Philonise, es que su hermano “murió por una acusación sobre un billete de 20 dólares y otros disparan a gente en una iglesia y después se van a cenar a Burger King”. El hermano de Floyd se refiere a Dylann Roof, el racista que en 2015, cuando tenía 21 años, entró en una iglesia baptista negra de Charleston (Carolina del Sur) y mató a nueve personas. Cuando lo arrestaron al día siguiente de los hechos, dijo que tenía hambre y los agentes le compraron comida de dicha cadena de hamburguesas. Dos años después fue condenado a la pena de muerte.
Cuando surgen noticias de arrestos brutales a hombres afroamericanos, se suele recordar este caso. Philonise también ha sentido racismo y ha sentido el sesgo de la policía a lo largo de su vida. “Yo siempre soy muy amable; he oído cosas racistas muchas veces, pero siempre respondo: ‘Dios le bendiga”. “Mi hermano también lo era”, continúa, “llegaba a una habitación y la iluminaba, siempre que iba a un sitio nuevo saludaba a todo el mundo, de cada rincón. Yo le preguntaba, ‘¿por qué haces eso’, y él me decía: ‘¿No me ves? Si no voy y les saludo con mi tamaño, piensan que soy una amenaza”. Siente paz cuando piensa en esto: “George ha cambiado el mundo”.
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