¿Qué hay bajo el racismo sistémico?
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Acaba de declarar Joe Biden, tras la sentencia condenatoria “histórica” del policía que mató a Georges Floyd, que “el racismo sistémico es una mancha en el alma de Estados Unidos”. Ahora bien, eso significa que el “racismo sistémico” no se agota en la conducta racista derivada de una reacción individual, sino que el hecho juzgado es, ante todo, un efecto de sistema, una manifestación institucional de la estructura social. En la conducta racista, en realidad, es toda la sociedad, en sus componentes, la que habla; el individuo que la realiza es el vehículo por el cual se difunde el ideario de la exclusión socialmente inscrito dentro del sistema global.
Estados Unidos pertenece a la órbita anglosajona y comparte, con los países del norte de Europa, Reino Unido y Alemania, una visión tradicionalmente separatista de la etnia ajena. El proceso contemporáneo de democratización de las sociedades, pretende, en cambio, también en esos países, aplicar una visión positiva del otro, pero se vacila a la hora de decidir el mejor método para incluir la diversidad dentro de la sociedad. Y en ese intento, las minorías están a menudo expuestas a la exclusión identitaria por parte de la mayoría, que teme, a su vez, la desagregación de la unidad nacional.
Existen fórmulas del diferencialismo que indican el camino de la enajenación del otro, del diferente, que tendrá que asumir o bien interiorizar la superioridad del canon de referencia dominante. Es la filosofía que preside el actual Gobierno socialdemócrata danés, que le ha llevado a sustituir la palabra gueto por su caricatura: las “sociedades paralelas” que estigmatizan, bajo cupos y criterios económicos, a la población de origen “no occidental”, incluidos los hijos de inmigrantes nacidos en Dinamarca.
Por otro lado, la visión que prevalece en otras sociedades europeas, particularmente en Francia, Italia o España, tiende a favorecer la concepción de un derecho a la igualdad que comprende la vertiente del derecho a la diferencia bajo un vínculo social de cariz republicano: el respeto a la diferencia se aloja en la esfera privada, mientras que en el espacio público el ciudadano rige como sujeto político de derechos y deberes en tanto crisol de valores comunes de pertenencia. Francia sería hoy el paroxismo de este modelo: las leyes adoptadas contra el “separatismo islamista” son una prueba de la desconfianza en la identidad privada del otro. Así que esta interpretación del derecho a la diferencia tampoco evita, en la práctica, borrar las señas de identidad del diferente en el ámbito privado, de modo que puede conducir a la exclusión étnica y cultural.
Como ha demostrado la historia de las democracias occidentales, la respuesta no es fácil cuando se trata de asentar valores comunes. Garantizar el derecho a la diferencia estriba fundamentalmente en un modelo que ataje las desigualdades sociales y fomente la equiparación de las oportunidades de emancipación educativa y económica de la población. Es la mejor manera, no la única, de empezar a erradicar el racismo sistémico.