Algo acerca de la disonancia democrática
En lo que sigue pretendo vincular esta exploración conceptual con la situación generada a partir de la reciente discusión sobre el aborto en tres causales en la República Dominicana, y con las que a mi juicio son las principales señales de alerta sobre la ineficacia del sistema democrático desde la perspectiva de un nada desdeñable grupo social que, por si fuera poco, ostenta –en un momento tan peculiar de nuestra historia democrática— una fuerza y una transcendencia electoral difícil de ignorar.
De entrada, la tesis de Gargarella plantea que la sociedad occidental está marcada por el “hecho de la democracia”, es decir, por una creciente revalorización de los mecanismos de participación democrática previstos en los textos constitucionales y legales vigentes en los países de la región, ausentes del todo en ejemplos extremos en cuyo caso es más correcto aludir al notable incremento de demandas democratizadoras no menos efusivas y trascendentes que pretenden vencer dicha falla; y en paralelo, una renovada entronización de los conceptos que sirven de sustento a dichos mecanismos.
Esto ha propiciado el surgimiento de grupos sociales altamente empoderados que reclaman cada vez con mayor fervor –y no sin buenas razones— la revisión sustancial de las estructuras democráticas en vigor, el fortalecimiento de los vasos comunicantes entre electores, políticos, técnicos y representantes, y la efectiva institucionalización de mecanismos participativos que garanticen la intervención de la ciudadanía en la toma de decisiones colectivas, especialmente de aquellas que inciden en los derechos individuales y perfilan la estructura y el quehacer de los estamentos representativos.
Según explica Gargarella, la razón por la cual el “hecho de la democracia” constituye un problema para la sociedad contemporánea es que semejante paradigma ha venido a nacer en el seno de diseños institucionales arraigados en postulados cuando menos atávicos. A su juicio, el modelo constitucional predominante en el mundo occidental se entronca en principios derivados directamente de teorías indisolublemente vinculadas a (o marcadas de forma indeleble por) los problemas y convicciones de la particular época histórica en que surgieron, concretamente entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, es decir, en el marco de los procesos revolucionarios francés y estadounidense.
Lo que resulta, en tal tesitura, es que los problemas sociales de nuestra época son canalizados a través de instituciones democráticas y representativas –parcialmente— inefectivas, esto es, carentes (en parte, en el mejor de los casos) del potencial para llevar a buen puerto las demandas sociales y los reclamos democratizadores del colectivo. Por decirlo de otra manera, el diseño del poder es anacrónico y eso está impidiendo que la democracia y su expresión institucional respondan fielmente a las demandas de sus legitimadores últimos: los individuos.
Todo esto, para Gargarella, genera una situación de disonancia democrática. Quizá convenga en este punto desgranar el concepto. El término “disonancia” define aquella situación de inconsistencia o ausencia de correspondencia o conformidad de algo con respecto a lo que naturalmente se espera o presupone para ello, lo que lo torna “extraño” y carente de razón. Conforme la tesis de Gargarella, esta es la clase de desconcordia que a día de hoy palidecen los sistemas democráticos al no canalizar y responder las demandas provenientes del “pueblo”.
Efectivamente, en un escenario como este las demandas colectivas –fundadas, como es claro, en agregados individuales que conviven en un entorno plural y de persistente desacuerdo idiosincrático y, más allá, político— no se canalizan de manera adecuada a través de las instituciones del régimen democrático, porque este se nutre de acuerdos y entendimientos antiquísimos rastreables hasta contextos socio-políticos, históricos y étnico-culturales sustancialmente distintos y mucho menos complejos que el enrevesado entramado de problemáticas al que se enfrentan las democracias contemporáneas –en sí mismas conflictivas—, acuerdos y entendimientos que por tanto no pueden reflejar en clave institucional, de forma genuina, los intereses de la colectividad.
Me parece que algo como esto ha ocurrido entre nosotros en las últimas semanas. De hecho, me consta que es así pues muchos de los que, en ejercicio libre de su derecho fundamental a elegir, optaron por respaldar en las pasadas elecciones la propuesta del Presidente de la República y de la organización política que encabeza, hoy comprueban con amargura –y no sin justificación— que la cuestión concreta (el aborto en tres causales) no ha calado del todo en el ideario de los representantes electos, y que la política democrática tiene reglas y dinámicas internas (y hasta una lógica inherente) que, en conjunto y por separado, han terminado por distorsionar la voz y camuflar los verdaderos intereses de ciertos sectores supuestamente representados en los centros de autoridad sometidos al voto popular.
Dicho de manera descarnada, la situación que se tiene es que funcionarios electos han respondido de manera defectuosa e inconsistente (a veces en sentido francamente contrario) a una promesa de campaña que hoy se ha convertido en un reclamo social más ardiente que el Sol caribeño. A día de hoy, no se sostiene lo que en su momento se proyectó como una línea de acción sólida (por comprometida) y claramente identificada. El descontento resultante ha sido notorio y sonoro, y la fractura con respecto a una parte significativa del electorado es, o al menos aparente ser real.
De cualquiera manera, se trata de una cuestión que rechaza cualquier análisis lineal y que, por el contrario, reclama matizaciones. Es llamativo advertir que la desavenencia no parece darse únicamente entre el partido en el poder (mayoritario en ambas cámaras legislativas y titular de la rama ejecutiva) y el sector que le votó y que ahora reclama resultados. Especulación aparte, la notoriedad de algunos hechos de fechas recientes y el posicionamiento público de distintos altos funcionarios de la Administración central, por demás en dirección manifiestamente contraria a la de la jerarquía de la mayoría en el Congreso y la del Ejecutivo, autorizan a concluir que existe división aun a lo interno del sector partidario que se sabe mayoritario. El fraccionamiento es, acaso, doble: existe –si se quiere— un desencuentro “primario” entre un sector de la sociedad y los poderes constituidos, y otro a lo interno del sector actualmente mayoritario; ingrediente este último que, visto lo visto, solo puede agravar la quiebra entre el individuo y el poder que presuntamente le representa.
Y así, la disonancia de que hablamos al inicio, aunque no resulta ser respecto del sistema político como tal, sí parece darse entre una parte (nada desdeñable, eso sí) de la Administración central y de la bancada parlamentaria y una parte (tampoco insignificante) del electorado que catapultó a la primera con su voto. Y así, también, el segundo intento serio de imprimir sentido normativo a la discusión de las tres causales de interrupción del embarazo entre nosotros ha revelado un defecto o, al menos, un síntoma de un malestar mayor: los “representantes” no están del todo alineados con los intereses reales de sus “representados”; o en todo caso, están enfrascados en dilemas partidarios que poco o nada tienen que ver con el reclamo social subyacente. Cuando esto ocurre, las instituciones democráticas se ven envueltas en un paulatino proceso de deterioro que es acelerado por la disonancia que desprende el contraste entre lo que el elector ha legitimado con su voto y lo que el representante electo, ya en el cargo, se supone ha de procurar cumplir.
Nada de esto debe servir de consuelo o munición. Lo digo porque, sobre todo cuando hay intención de dañar, los actores político-partidarios tienden a explotar cualquier oportunidad que se les presenta. Estamos hablando de un defecto más de nuestra imperfecta pero prometedora democracia, y por ello pienso que se ha de hablar de esto con seriedad. En todo caso, es a mi juicio un problema mayor cuyas consecuencias a futuro, de no resolverse de la manera que corresponde –que en mi opinión, y de nadie más, es la consagración normativa del aborto en tres causales— pueden operar por décadas en detrimento de los derechos de las mujeres, de la tan ansiada justicia distributiva y de la (por años perseguida) igualdad económica y material entre los distintos estratos sociales. A los datos me remito.
En definitiva, el argumento es que este tipo de disonancias a lo interno del sistema democrático tienden a generar desconfianza, no solo en los actores del ámbito electoral y político-partidario sino también en la propia democracia. Y esta desconfianza (qué duda cabe) hace un flaco favor a la sostenibilidad del sistema democrático. Estaremos de acuerdo, entonces, en que semejante escenario debe evitarse a cualquier costo. El valor de atajarlo, además, será mayor en la medida en que, gracias a ello, se superen profundas incoherencias que en nada contribuyen a la gobernabilidad de la nación.