La esperanza en Biden termina en la frontera
“¿Dónde estoy? ¿Qué país es este? ¿Esto es Honduras o Estados Unidos?”. Uno a uno, agarrados a una bolsa con todo su patrimonio a cuestas —un viejo celular, algunos documentos, unas aspirinas y una pequeña cruz de madera—, el grupo de centroamericanos recorre el puente que une El Paso, en Texas, con Ciudad Juárez, en México, observados de cerca por los policías de Estados Unidos. Los asustados migrantes, la mayoría de ellos con niños en los brazos, arrastran los pies en zapatos sin cordones y hacen, desconcertados, una y otra vez la misma pregunta a la primera persona que encuentran: un vendedor ambulante, un funcionario, un periodista… “¿Dónde estoy? ¿qué país es este?”. Muchos de ellos salieron de sus países huyendo de la violencia y este jueves fueron arrojados a una de las ciudades más peligrosas de México.
Vilma Iris Peraza, de 28 años, llegó exhausta, delgada y tosiendo. Apenas pudo caminar unos pasos y se derrumbó sobre el puente. Venía de la mano con la pequeña Adriana, de tres años, que tampoco pudo seguir andando y vomitó en las botas de los agentes, junto a la placa que marca la división entre México y Estados Unidos. “¡Nos engañaron! ¡nos engañaron!”, gritó cuando pudo incorporarse. “Nos dijeron que íbamos a un albergue al norte de Estados Unidos, pero nunca nos dijeron que seríamos deportados”.
Fue el triste fin a una odisea que había comenzado 15 días antes en Honduras. Peraza dice que vio en las noticias que con el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, sería posible entrar y que estaban regularizando a madres con niños menores de seis años, así que no dudó en tomar a la pequeña y emprender el viaje más peligroso de su vida. Guiada por su pollero (traficante de personas), subió por Guatemala, cruzó a México, de Tabasco pasó a Nuevo León y terminó en la última punta del país, en la ciudad de Reynosa, en Tamaulipas.
Allí aguardó junto a más migrantes de Honduras, Guatemala y El Salvador, hasta que cruzó por donde le indicó el pollero. Horas más tarde, fue detenida en McAllen, la primera ciudad de Estados Unidos. Todos ellos, recuerdan desolados, pasaron cuatro días detenidos en un centro conocido como la hielera por las bajas temperaturas que deben soportar durante el encierro con solo una camiseta puesta. Luego los subieron a un avión y los dejaron en el puente de El Paso (Texas) para que caminaran sin pararse ni mirar atrás hacia México. Estaban a más de 1.200 kilómetros de donde habían sido detenidos. El miércoles fueron casi 150, el jueves más de 220 y el viernes otros 150, aproximadamente. Así todos los días durante la última semana.
Una familia de migrantes cruza el Río Bravo para entregarse a la Patrulla Fronteriza en Ciudad Juárez, Chihuahua, México.
Junto a Vilma Peraza decenas de hondureños, guatemaltecos y salvadoreños se hundieron al ver la bandera de México. “¿Por qué nos hacen esto?”, dice el hondureño José Dámaso. “Nos tomaron las huellas y nos llevaron a la hielera cuatro días, luego nos dijeron que nos iban a tomar datos para llamar a nuestros familiares. Después nos subieron a un bus, luego a un avión, luego a otro bus y no nos dijeron que veníamos para acá en ningún momento, ni firmamos deportaciones, nada, nada. Yo solo le pido al Gobierno de Estados Unidos que me dé una sola oportunidad. Íbamos con la ilusión de darle un mejor futuro a los niños”.
Apoyados discretamente en la verja del puente, Norma López y Dámaso, con dos niños agarrados a sus piernas, lloran desconsolados con la cabeza hundida en las manos. “Nos engañaron, nos engañaron, ¿por qué nos hacen esto?”, repite el padre, que defiende que no tuvieron la posibilidad de explicar ante un juez que atravesaron tres países huyendo de la violencia.
Ninguno fue informado de que iban a ser enviados de regreso a México y a medida que caminaban empezaban a ser conscientes de que todo se había venido abajo. La mayor frustración, sin embargo, es que Estados Unidos no devuelve centroamericanos que han visto truncada su esperanza, sino campesinos arruinados que deben hasta su casa después de pedir prestado para pagar al pollero entre 10.000 y 15.000 dólares para que los cruce al otro lado de la frontera.
“No vengan”
A la misma ahora que esto sucedía, muy lejos de ahí, un anuncio se emitía de forma machacona en las radios locales de Honduras: “No vengas, no arriesgues a tu familia y tus hijos y no te expongas a los peligros del camino. Este es un mensaje del Gobierno de Estados Unidos”. El anuncio suena una y otra vez locutado por una voz masculina entre comerciales de supermercados y marcas de jabón. Por si el recado no fuera lo suficientemente claro, Joe Biden y Roberta Jacobson, coordinadora de asuntos para la frontera sur, lo volvieron a repetir en varias ocasiones esta semana: “No vengan”.
El número de migrantes que intentan cruzar la frontera de Estados Unidos ha ido en aumento desde abril, los 100.441 contabilizados el mes pasado fue la cifra más alta en los dos últimos años, caravanas incluidas. Las detenciones en la frontera durante los últimos meses de la presidencia de Donald Trump alcanzaron algunos de los niveles más altos en una década, y los cruces ilegales se han disparado desde que Biden asumió el cargo. En febrero, las detenciones crecieron un 28% respecto al mes anterior, y en marzo la cifra será aún más alta con unas 4.000 detenciones diarias, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP). Desde el pasado 1 de octubre, las autoridades han registrado más de 396.000 cruces de migrantes en comparación con los 201.600 durante el mismo período del año anterior.
Con este panorama, el debate entre republicanos y demócratas gira alrededor del término “crisis fronteriza” y atribuyen a Biden un efecto llamada’ que ha desbordado todos los albergues en Texas y ha obligado a habilitar un estacionamiento de El Paso, un centro de convenciones en Dallas, un recinto de la NASA en California y un campamento con tiendas de campaña en Arizona. Paralelamente, el número de niños que se internan solos al país se ha disparado. Aunque viajan con sus padres desde que salen de Centroamérica, muchos prefieren separarse con la esperanza de que inicien un proceso de legalización antes de que vuelvan a la pobreza y la violencia de la que huyeron. Este lunes, la Patrulla Fronteriza capturó a 561 niños no acompañados, una cifra que rompe el récord de 370 que se alcanzó en mayo de 2019 con Trump o los 354 de junio de 2014, durante la presidencia de Barack Obama. Según Associated Press, el promedio diario fue de 332 niños no acompañados en febrero, un incremento del 60% respecto al mes de enero.
La frontera es hoy un lugar esquizofrénico donde se mezclan el caos centroamericano, las viejas políticas de Trump —que obligó a los centroamericanos a gestionar en México el asilo humanitario—, las nuevas medidas aprobadas por Biden —que revirtió la medida y acepta el ingreso de 50 personas diarias—, la respuesta de México, por donde transitan todos ellos, y el agujero de pobreza en que se ha convertido Centroamérica, agravado por los recientes desastres naturales. A todo ello, se suman dos novedades: la covid-19, como argumento para expulsar de forma inmediata a cualquier solicitante de asilo, y la deportación hacia remotos lugares, a 1.200 kilómetros de donde fueron detenidos, donde estaba la única persona en quien confían: su pollero.
En respuesta al aumento de migrantes atravesando su territorio, México decidió este viernes cerrar su frontera sur y desplegar miles de efectivos de la Guardia Nacional y del Instituto de Migración (INM) para frenar la llegada de centroamericanos. Poco después, Washington anunció que enviará a México 2,5 millones de vacunas sobrantes de AstraZeneca. Según ambos Gobiernos las vacunas y el cierre de fronteras son temas que no están relacionados. Sin embargo, las presiones de EE UU a México para que le ayude a resolver el problema migratorio son cada vez mayores. Estados Unidos afronta el mayor aumento de migrantes en su frontera suroeste en 20 años, reconoció esta semana el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas.
A estos ingredientes se añade el hiperactivo papel de Trump en la frontera. La emigración ilegal, el muro y la seguridad fronteriza fueron el eje de la exitosa campaña que lo llevó a la presidencia en 2016 y el caos migratorio en la frontera se ha convertido de nuevo en el asunto estrella de cara a un hipotético regreso al poder y a una victoria de los republicanos en las legislativas del próximo año. Trump encabeza un coro que agita la palabra crisis, aunque oculta que la actual tendencia migratoria comenzó cuando él aún era presidente. La explicación a este incremento, más que con el cambio de Gobierno, tiene que ver, entre otras cosas, con la violencia, la inestabilidad política y los huracanes Eta e Iota que golpearon Centroamérica en noviembre, una de las zonas más vulnerables del mundo al cambio climático, y terminaron de destrozar la maltrecha economía del llamado Triángulo Centroamericano.
Según Enrique Valenzuela, coordinador general de la Comisión Estatal de Población de Chihuahua, se trata de algo que no habían visto antes: “Los migrantes ni siquiera saben dónde están cuando llegan”, explica en su oficina, a un costado del puente que separa ambos países. Valenzuela critica que las personas “están siendo expulsadas bajo el llamado título 42, el cual tiene que ver con una política sanitaria [para prevenir la propagación del coronavirus], no con una política migratoria” por parte de Estados Unidos. “Entonces, mientras prevalezca el riesgo de la pandemia, siguen retornando a las personas que ingresan con la intención de solicitar protección internacional…”.
Antes de que Valenzuela termine su frase, otros tres autobuses con casi un centenar de aterrados centroamericanos llegan al puente y son obligados a bajar y caminar en línea recta rumbo a México. “Llegan muy angustiados porque ingresaron con la esperanza de lograr el asilo político, engañados por los polleros y confundidos por el ingreso de quienes se encuentran registrados en los Programas de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés), quienes después de esperar hasta dos años en México han comenzado a acceder a Estados Unidos tras un registro ante Naciones Unidas gracias al cambio de ley ordenado por Biden”.
Los demócratas rechazan hablar de crisis fronteriza y prefieren el eufemismo desafío para decir que no han perdido el control de la frontera al señalar que en el año 2000, unos 9.000 agentes de la patrulla fronteriza detuvieron, en promedio, a casi 137.000 indocumentados cada mes. Este año, entre octubre y febrero, el promedio fue de poco más de 76.000, pero la cantidad de policías destinados a la vigilancia es más del doble en comparación con 2000.
Según el padre Francisco Javier Calvillo, director de la Casa del Migrante en Ciudad Juárez, el albergue más antiguo de la ciudad fronteriza, “hay un efecto llamada”. “Están llegando muchos migrantes de Centroamérica y de México, además se está llenando de polleros y el asilo político está tardando entre uno y dos años. Paralelamente, Estados Unidos, por el artículo 42, está expulsando a migrantes del país, y hay muchos niños, ante la indiferencia del Gobierno mexicano”, dice el scalabriniano en su albergue, desbordado por una tarea humanitaria que resuelven con más voluntad y ganas que dinero las organizaciones religiosas y civiles.
En su opinión, después de varios meses viendo cómo se llenaba su albergue, Trump y Biden resultaron ser lo mismo, aunque con diferentes métodos: “El primero golpeó la mesa y amenazó con aranceles a México para lograr su objetivo y el segundo utilizó la diplomacia y las vacunas para alcanzar el mismo fin: que no lleguen más migrantes”.