Una década de precariedad para los refugiados sirios en Líbano
“¿Qué hago? ¿Compro comida para mis hijos, internet para que estudien online, pastillas para la tensión de mi mujer o las de la epilepsia de mi hija?”, se interroga en conversación por WhatsApp un desesperado Abou Farhan, padre de siete hijos y refugiado sirio de 62 años. Llegaron hace una década a un asentamiento informal de la localidad libanesa de Bar Elias, al este de Beirut, en el valle de la Bekaa. Escaparon de la guerra en Siria para acabar sufriendo la precariedad en Líbano. Hace 15 meses que el país se consume en una triple crisis político-social, económica y sanitaria. Naciones Unidas cifra en 865.000 los sirios que viven refugiados en Líbano, una cifra que el Gobierno libanés eleva a 1,5 millones. El país mediterráneo es el que tiene una mayor proporción de refugiados respecto a su propia población (4,5 millones), según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Farhan, que antes de sufrir del corazón era agricultor, no encuentra respuesta a la ecuación que cada mañana le plantea la supervivencia de su familia con sus magros recursos. Una en la que la pandemia es el menor de sus males conforme el estricto confinamiento —sin contraprestaciones sociales— ahonda la crisis económica. De seguir así, ironiza este sexagenario, “vamos a celebrar más funerales por muertos de hambre y enfermos crónicos que por la covid-19”.
La libra libanesa ha perdido un 80% de su valor frente al dólar mientras los precios de los alimentos se han disparado hasta un 174%. “Antes [de la crisis] juntábamos entre 330 y 600 euros mensuales. Ahora, apenas llegamos a los 200”, prosigue Farhan, que ya no sabe adónde pedir ayuda. Tanto el mercado laboral como las redes de solidaridad se han visto drásticamente mermadas, lo que ha llevado a la mitad de los libaneses a vivir bajo el umbral de la pobreza y a nueve de cada 10 refugiados sirios, a la pobreza extrema.
La familia Farhan lograba llegar a fin de mes gracias a un parcheo entre lo que conseguían de las jornadas trabajadas en el campo o en las obras por los tres hijos varones, las cajas de alimentos que distribuyen las ONG y las imprescindibles ayudas monetarias que ofrece la ONU. Viven en la región de la Bekaa, en este de Líbano y fronteriza con Siria, donde residen el 40% de los refugiados sirios que acoge el país. El descenso de las ayudas, unido a la hiperinflación, les ha dejado pendiendo de un hilo.
La crisis ha golpeado también a los refugiados sirios no dependientes de la ayuda humanitaria. “Si regreso a Siria me arrestan por desertor. En Líbano no hay futuro y ya dejé de soñar con ser reasentado en Europa”. Así resume sus opciones el joven Bader, sirio de 25 años que trabaja desde hace siete en un hotel de la ciudad de Zahle, también en el valle de la Bekaa. La estrepitosa reducción de su sueldo, que ha pasado de 700 a 100 euros mensuales al cambio informal de la calle, se traslada de inmediato a Damasco: ya no puede enviar el dinero del que depende su familia para subsistir.
El joven se siente “atascado, sin futuro ni pasado”, y teme además que la escasez de puestos de trabajo azuce las tensiones sociales entre libaneses y refugiados. En las ciudades de Líbano, el deterioro económico es palpable en cada semáforo, donde un creciente ejército de pequeños sirios se agolpa para asaltar con la venta ambulante a los escasos conductores que transitan las carreteras.
Cementerios para sirios
Si para los refugiados vivos es complicado llegar a final de mes, para los muertos tampoco es fácil hallar una sepultura digna. “Los problemas que confrontan los refugiados sirios en vida se trasladan también a la muerte”, reflexiona el jeque Baker Al Rifai en el salón de su casa en la localidad libanesa de Baalbek. Esta ciudad abrirá en breve un segundo cementerio de 7.000 metros cuadrados para dar relevo al anterior, colapsado por el paso de la pandemia. El coronavirus añade presión a los cementerios libaneses en los que los muertos sirios generalmente no son admitidos, ni antes ni durante la pandemia. El Mufti asegura que en este sí lo son. “En las poblaciones en las que los sirios son muy numerosos puede ser problemático, por lo que la mejor solución ha sido levantar camposantos para ellos”, prosigue el jeque Al Rifai, representante en la Bekaa de Dar al Fatwa, institución musulmana que regula los asuntos jurídicos de los suníes en el país –incluidos los sirios, que en su vasta mayoría pertenecen a esta confesión-.
El avance del coronavirus satura los hospitales del país, con más de 340.000 casos positivos, y los cementerios, con más de 4.000 fallecidos, según cifras del Ministerio de Salud libanés. A pesar de que representan un cuarto de la población total, la ONU apenas ha registrado 2.704 infectados y 119 muertes entre los refugiados sirios, unas cifras que pueden tener otra explicación. En las ciudades más congestionadas como Beirut o Trípoli, el coste de una tumba puede oscilar entre los 200 a los 500 euros. Un monto que hoy equivale a medio año de ingresos para un peón sirio.“Aquí los sirios no pagan nada por la tierra ni por el funeral, por lo que algunos refugiados vienen de otras regiones para enterrar a sus familiares”, sostiene Bassel Huyeiri, alcalde de Arsal, localidad libanesa desde la que se pueden divisar las montañas sirias. En sus calles se cuentan dos sirios por cada libanés sobre una población de 100.000 personas.
En Arsal, el cementerio Al Abrar albergó su primera tumba siria en 2015 cuando vecinos libaneses cedieron a los refugiados un pedazo de tierra. La última se excavó la semana pasada para Hamza, un “treintañero que sufría problemas de corazón” y aún no dispone de losa, explica Abdel Karim Zaarour, jefe de proyecto de la ONG Urda Spain, que asiste a más de 5.000 familias refugiadas sirias en campos de Líbano con alimentos, asistencia sanitaria, educación y protección. También financia el pago de los enterradores en este camposanto. En un lustro, cerca de 700 tumbas han llenado la mitad el cementerio.
En Bar Elias, y donde vive la familia de Abou Farhan, otro jeque suní ha cedido también unas tierras para que los sirios puedan enterrar dignamente a los suyos. La decisión llegó después de que en el cementerio de Tel Sarhum, reservado a los libaneses, algunos refugiados cavaran de noche varias tumbas, incluida una de apenas un metro sobre la que alguien depositó una manta de bebé. A pesar de la crisis y de la pandemia, el ciclo de la vida se impone entre la comunidad de refugiados sirios: en una década han dado la bienvenida a 190.000 recién nacidos, y hasta 2018 habían fallecido 9.000 de ellos, según datos de ACNUR.