Las dictaduras extienden la represión más allá de sus fronteras
Un tribunal belga sentenció el pasado jueves a un diplomático iraní a 20 años de cárcel por planear un atentado fallido contra un grupo opositor de su país en 2018. Es la primera condena de este tipo tras una serie de casos que implican al régimen de Teherán en la persecución de sus disidentes en Europa. No es el único. Cada vez más las dictaduras extienden su represión en el extranjero, según ha denunciado esta semana la organización estadounidense de defensa de derechos Freedom House. Después de China, tres de los mayores agresores transnacionales están en Oriente Próximo: Turquía, Irán y Arabia Saudí.
Asesinatos, secuestros, amenazas, deportaciones ilegales… todo vale para acallar a la crítica. La muerte del periodista saudí Jamal Khashoggi a manos de agentes de Arabia Saudí en el Consulado de este país en Estambul llegó a los titulares de todo el mundo. No todas las víctimas son tan conocidas. El informe de Freedom House, Out of Sight, Not Out of Reach (Fuera de vista, no fuera de alcance), detalla 608 casos de represión transnacional llevados a cabo por 31 países desde 2014. Pero esa organización, que financia el Gobierno de EE UU, estima que los ataques no sólo afectan a sus víctimas directas, sino que intimidan y coaccionan a cerca de 3,5 millones de personas en todo el mundo.
“Lo que parecen ser incidentes aislados cuando se ven por separado (un asesinato aquí, un secuestro allá) constituyen de hecho una amenaza constante en todo el mundo, que afecta a la vida de millones de personas y cambia la forma en que activistas, periodistas y gente corriente viven sus vidas. La represión transnacional ya no es una herramienta excepcional, sino una práctica normal e institucionalizada por decenas de países que intentan controlar a sus ciudadanos en el exterior”, explican los autores.
Para ello, los regímenes represores utilizan todos los recursos a su alcance. Desde la vigilancia de las redes sociales a la intimidación física de los disidentes o exiliados y el chantaje a sus familias, pasando por las presiones a los países en los que se refugian. Según el informe, la mayoría de sus actividades incluye un cierto grado de cooperación entre el país de origen de la víctima y el país anfitrión, en especial cuando se trata de deportaciones ilegales, como la que devolvió a Irán desde el vecino Irak al periodista Ruhollah Zam, luego ejecutado.
Esa complicidad no siempre es posible. Entre los 79 países donde se han producido los casos recopilados por Freedom House también están varios europeos, Estados Unidos y otras democracias. Se recurre entonces a otras fórmulas como cancelar el pasaporte para limitar los movimientos del opositor en el extranjero o explotar los recursos de la ley internacional. El informe denuncia que una decena de países, entre los que destacan China, Rusia, Turquía e Irán, han instrumentalizado Interpol, la organización internacional de policía criminal. Se plasma en el abuso de sus alertas, las conocidas como fichas rojas, para intentar la detención de disidentes o la expulsión de exiliados.
Si el objetivo de silenciar a los opositores y muchas de las tácticas son comunes, también cada país ofrece sus peculiaridades. China, responsable de un tercio de los casos analizados, se centra en las minorías uigur y tibetana y en los seguidores del movimiento Falun Gong. Turquía, que ocupa el segundo lugar, persigue a los seguidores de Fetulá Gülen, a quien el presidente Recep Tayyip Erdogan acusa de un intento de golpe de Estado en 2016. A diferencia de Rusia, donde preocupan sobre todo los rivales de Vladimir Putin, Irán y Arabia Saudí apuntan a todos los exiliados que expresan su descontento en general y tratan de hacerlos regresar, aunque sea mediante engaños.
La intimidación sobre la diáspora es particularmente intensa en el caso de Irán. Desde la revolución de 1979, el régimen recurrió al asesinato de disidentes exiliados. Tras un paréntesis a principio de siglo, ha vuelto a recurrir a esa táctica y al secuestro y repatriación ilegal. Desde 2014, el informe vincula a Teherán con cinco asesinatos o intentos de asesinato en tres países y planes frustrados en al menos otros dos, uno de ellos el que se ha juzgado en Bélgica. Más extendido y menos visible es el reclutamiento voluntario o bajo coerción de iraníes que viven en el extranjero, “un componente clave de su campaña de represión transnacional”.
Otra obsesión son los periodistas. La iraní Masih Alinejad es un claro ejemplo. Tal como contó a EL PAÍS el pasado diciembre, el acoso en la redes se transformó en amenazas de muerte tras la ejecución de Zam. La presión se extendió a su familia. Su hermano está en la cárcel por negarse a colaborar en una trampa para que ella regresara a Irán. Hace un año, Reporteros Sin Fronteras (RSF) denunció que dos centenares de periodistas iraníes exiliados estaban siendo intimidados, una cuarta parte de ellos con amenazas de muerte.
Respecto a Arabia Saudí, Freedom House destaca un peculiar aspecto de género que no aprecia en otros países. “Puede deberse en parte a las estructuras familiares de control, pero también a la excepcional proyección de las activistas por los derechos de las mujeres saudíes, que las convierte en objetivo del Estado por sí mismas”, afirma el informe. Pone como ejemplo el caso de Dina Ali Lasloom, quien en 2017 intentó huir a Australia para evitar un matrimonio impuesto y fue devuelta desde Filipinas, donde hizo escala. “No pudo ocurrir sin la intervención del Estado saudí”, señala.
Además, destaca la cooperación de otras monarquías del Golfo en al menos tres de las 10 deportaciones ilegales de sus ciudadanos que ha documentado, entre ellas la entrega de la activista Loujain al Hathloul por parte de Emiratos Árabes Unidos en 2018. “Se desconoce el alcance pleno de la cooperación entre los Estados del Golfo”, admite antes de mencionar que existen indicios de que dicha cooperación se gestiona “a nivel personal, al margen de lo que establezcan los acuerdos de seguridad formales”.