Las bibliotecas privadas
Hernando Colón (1488-1539), el hijo bastardo del redondeador del planeta Cristóbal Colón, el hijo adulterino que, según la leyenda y Alejo Carpentier, impidió que su padre fuera canonizado y se convirtiera en el primer santo marinero; el mismo que con la notable y lograda biografía de su ilustre padre, Vida del almirante don Cristóbal Colón (Venecia, 1571), logró levantar un muro opaco sobre los orígenes de su familia genovesa a tal punto que hoy todo cuanto se diga del Almirante pertenece al imaginario del biógrafo y a su talento de fabulador.
Ese Hernando Colón se destacó durante su vida de adulto en el siglo XVI por su erudición y, sobre todo, por poseer una de las más importantes bibliotecas privadas de la Europa de su tiempo, lo que le daba el título de bibliófilo distinguido, de bibliómano obsesivo, en otras palabras, de bibliópata. De todos sus bienes, al decir de sus contemporáneos, lo que más le preocupaba era su valiosa biblioteca que comprendía, además de los primeros impresos de la reciente invención de Gutenberg llamados incunables como la Biblia, libros impresos y manuscritos de incalculable valor en el dominio de la cosmografía, disciplina en la que más se destacó.
Para evitar que sus libros se dispersaran, el ilustre biógrafo e hijo del gran almirante de la mar océano, decidió legar por testamento la obra de toda su vida a una orden religiosa; pero, desgraciadamente, cuando un bibliófilo muere se suele decir: “el cadáver sale por una puerta y los libros por otra”. Poco después de su muerte ocurrida en 1539 y antes de que finalizara el siglo XVI, no quedaba nada de su valiosa colección de incunables, libros impresos y manuscritos que hacía de su biblioteca una de las más importantes de la Europa de entonces.
En República Dominicana ha habido bibliotecas privadas de las que todavía se habla y que ya alcanzan la categoría de leyenda como son las de Julio Ortega Frier y la de Manuel Arturo Peña Batlle. Las bibliotecas privadas se constituyen originalmente de libros correspondientes a la disciplina del propietario, pero luego, con el tiempo y el incremento de la pasión por la palabra impresa, esa pasión se transforma en obsesión y todas las disciplinas tienen interés para el coleccionista de libros.
De la biblioteca de Julio Ortega Frier, según se dice en Santo Domingo, nació la idea de crear la Biblioteca Nacional. El Estado la había comprado a la familia del conocido abogado y bibliófilo obsesivo a finales de los años 60 para el fondo de lo que sería después la Biblioteca Nacional, cuyo edificio fue inaugurado en 1971 y remozado y ampliado a principios de siglo, durante el segundo mandato del también bibliómano Leonel Fernández.
Las bibliotecas privadas que no son adquiridas por instituciones, públicas o privadas, corren el riesgo de la de Hernando Colón: la dispersión. Por ejemplo, hay descendientes de los bibliófilos desaparecidos que manifiestan, durante cierto tiempo, una suerte de veneración por todo cuanto haya pertenecido al difunto. Esa primera etapa de nostalgia desaparece rápidamente. Y salvo si los herederos, por mutuo acuerdo, deciden que la biblioteca no debe dispersarse y se le deja a uno de ellos o se vende como una totalidad a otro particular, esa colección de libros tiene una suerte de extensión de supervivencia, lo que no excluye, sin embargo, que el adquiriente se deshaga a su vez de los libros que no le interesan.
Puede ilustrar lo que precede la rica y apreciable biblioteca del historiador don Vetilio Afau Durán cuyos hijos, particularmente Vetilio y Salvador Alfau del Valle, han logrado mantener el mismo criterio de preservación de su padre por las obras y publicaciones periódicas (revistas, etc.) que constituían su valiosa biblioteca y, al mismo tiempo, tratan de enriquecerla y ponerla al día frente a la avalancha de libros y revistas que, gracias a los bajos costos, y a las nuevas tecnologías han proporcionado a la industria del libro.
Los hermanos Alfau del Valle le han dado vida a la colección de su padre al ponerla a disposición de investigadores, editores e intelectuales dedicados al estudio de la historia del libro en Santo Domingo.
En la rica colección del historiador Vetilio Alfau Durán se encuentran libros que no circularon por razones políticas durante la dictadura de Trujillo así como otros cuya edición no superaba los cien ejemplares. En la biblioteca de don Vetilio se conserva una gran parte del pasado editorial de República Dominicana. En República Dominicana, como en casi toda la América hispánica, hay dos países: Santo Domingo, la Capital, y las provincias que la constituyen. Hoy este criterio se ha ido reduciendo gracias al progreso tecnológico y a las autovías de la comunicación, sobre todo gracias a los medios de transporte y a la internet, por ejemplo.
Toda biblioteca privada, por diversa que sea, corresponde a la preferencia de su propietario. El Estado y algunas instituciones privadas podrían eventualmente evitar la dispersión comprando algunas de esas valiosas bibliotecas particulares (como la de Alfau Durán) que se han constituido en República Dominicana después que Javier Angulo Guridi publicó en 1843 sus Ensayos poéticos, primer libro de un dominicano. Los bibliófilos y bibliómanos que no quieren ver dispersas su colección pueden pensar en donarla antes de que sus herederos la fragmenten para subvenir a necesidades imperiosas.