La democracia se vuelve más frágil en el sudeste de Asia
Desde que la Liga Nacional para la Democracia (NLD) de Aung San Suu Kyi ganó las elecciones de 2015, Myanmar (la antigua Birmania) se había convertido en una de las esperanzas de apertura democrática del sureste asiático. El reciente golpe de Estado en este país no solo las ha quebrado, sino que ha puesto en evidencia una tendencia más general en esta región: el aumento de las restricciones a las libertades y la opresión de las minorías, favorecidos por las medidas contra la pandemia y la percepción de un decaimiento del modelo liberal occidental, además del auge de China como potencia regional.
El regreso de los generales al Gobierno de Myanmar –si bien nunca se fueron del todo- ha puesto patas arriba una región en la que ya escaseaban las referencias democráticas. La lucha de poder entre la NLD de Suu Kyi y el Tatmadaw –como se conoce al Ejército birmano- estalló cuando, tras la aplastante victoria de la formación de la Nobel de la Paz en los comicios del pasado noviembre, las Fuerzas Armadas constataron que muy probablemente nunca lograrían imponerse en las urnas a través del promilitar Partido de la Solidaridad y el Desarrollo de la Unión, que obtuvo un pobre resultado.
“Cuando decimos que Myanmar vuelve al camino del autoritarismo, estamos asumiendo que Aung San Suu Kyi era un icono de democracia perfecto, y no lo es. Por desgracia, quizás es una realidad triste, pero el sureste asiático puede que no sea políticamente tan progresista como nos gustaría creer”, asegura Yun Sun, directora para China del think tank Stimson Center.
Aunque el mandato de Suu Kyi en Myanmar estuvo plagado de sombras, sobre todo por su inacción frente a las acusaciones de genocidio contra la minoría musulmana rohingya por parte del Tatmadaw, aún había cierto optimismo en torno a que diera un giro de timón. Con esa opción de momento anulada, Myanmar se suma a la larga lista de países vecinos que bien mantienen regímenes autocráticos desde hace años, como Camboya, Laos o Vietnam, bien se adentran en caminos sombríos. “El estado de la democracia en el sureste asiático es crónicamente frágil. En este sentido, lo que ha ocurrido en Myanmar no debe considerarse una sorpresa”, considera Michael Vatikiotis, autor del ensayo Sangre y seda, poder y conflicto en el sureste asiático moderno.
La región vivió un periodo de renovadas expectativas democráticas entre la década de los ochenta y finales de los noventa, debido a acontecimientos como la caída del dictador Ferdinand Marcos en Filipinas, en 1986, o la dimisión de Suharto en Indonesia, en 1998. Desde entonces ha habido vaivenes: la organización Freedom House considera que entre 2014 y 2019 se vivió un estancamiento y la Unidad de Inteligencia del semanario The Economist señala un retroceso a partir de 2016.
Alternativa
Entre los muchos motivos está el mayor influjo del modelo autoritario chino como alternativa a lo que se percibe como un Occidente en declive, dado el aumento del populismo y eventos como el Brexit. Como broche de oro, el coronavirus ha ofrecido la excusa perfecta a algunos mandatarios para socavar libertades en pos del control de los contagios. “La pandemia ha sofocado de forma general el disenso en la región, pues la gente ha antepuesto su salud e ingresos a la lucha política”, añade Vatikiotis.
Malasia, por ejemplo, ha declarado el estado de emergencia desde enero hasta agosto para, en principio, controlar el aumento de casos, si bien muchos sospechan que puede haber motivaciones políticas de fondo. El primer ministro, Muhyiddin Yassin, que cumple en marzo un año en el cargo tras un controvertido golpe interno, lo podría aprovechar para ganar apoyos y evitar ser destituido si pierde su débil mayoría parlamentaria, pues la Constitución no contempla la dimisión de un dirigente durante el estado de emergencia.
En Filipinas, que ha impuesto uno de los confinamientos más largos del planeta, la pandemia ha dado a su presidente, Rodrigo Duterte, licencia para aumentar su control, mientras impulsa cambios constitucionales que pueden ir dirigidos a extender su legislatura más allá de 2022. Según la ONG Human Rights Watch, entre abril y julio pasados, los asesinatos en el marco de la guerra contra las drogas de Duterte aumentaron un 50% respecto al mismo periodo del año anterior. En Tailandia, las medidas antipandemia han sido utilizadas para restringir las protestas que tienen lugar desde hace un año contra la monarquía y su primer ministro, el general Prayut Chan-ocha. Singapur, gobernada por el Partido de Acción Popular desde su independencia, utiliza las aplicaciones de rastreo de contagios para investigaciones criminales, disparando las críticas de activistas y organizaciones de derechos humanos.
A la supresión de libertades con el pretexto del coronavirus se suman las propias circunstancias nacionales; Indonesia, uno de los paradigmas de la democracia en la región, ha caído en una espiral de islamización que mantiene atenazadas a las minorías religiosas y étnicas, como ocurre en la también musulmana Malasia. Otros países, como Camboya, donde Hun Sen gobierna desde 1985, han suprimido la oposición sin tapujos en los últimos años, poniéndose cada vez más en la órbita de influencia de Pekín.
Las alianzas con China, el mayor socio comercial de la región, han tomado fuerza frente al aparente desinterés por esta zona que mostró la otra gran potencia del Pacífico, Estados Unidos, durante el mandato de Donald Trump. Algunos, asimismo, esperan más de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, formada por Indonesia, Malasia, Singapur, Filipinas, Vietnam, Camboya, Laos, Tailandia, Myanmar y Brunéi) ante crisis como la de Myanmar. “La ASEAN debería dialogar con China y Rusia para presionar a Myanmar”, exhortaba el presidente del grupo de la ASEAN por los derechos humanos, el malasio Charles Santiago, el pasado martes en una conferencia de prensa. Vatikiotis prevé que el receso de la pandemia traerá “nuevas protestas a lo largo de la región, motivadas en parte por el grave impacto económico de la covid-19″.