Las protestas en apoyo a Navalni avivan el descontento y dan alas a la disidencia rusa
La manicurista Katerina Grigorieva nunca había acudido a una protesta. Hace una semana, se puso unos leotardos bajo los vaqueros, se arrebujó en el abrigo de plumas y salió a protestar a 10 grados bajo cero en la ciudad industrial de Izhevsk para apoyar a Alexéi Navalni. Frente al edificio del Gobierno regional, rodeado de las tradicionales estatuas de hielo de cada invierno, se unió a cientos de personas que exigieron la libertad del opositor ruso. Grigorieva no está interesada en la política, dice. Y confiesa que jamás ha votado. Pero aunque hasta hace unos meses no prestaba mucha atención a Navalni, se plantearía hacerlo por el activista, arrestado hace dos semanas nada más regresar a Rusia desde Alemania, donde se recuperó del grave envenenamiento sufrido en verano en Siberia. “La situación en Rusia con la economía y la corrupción es insoportable. Y el tipo no solo no tiene pelos en la lengua sobre ello, sino que ha vuelto después de que intentaran matarle”, comenta por teléfono esta mujer de 24 años.
El caso Navalni, que ve tras su envenenamiento la mano del presidente ruso, Vladímir Putin, ha desatado las movilizaciones más importantes contra el Kremlin de la última década. Y estas amenazan con convertirse en un movimiento de indignación aún mayor, impulsadas por el descontento ciudadano, la caída del nivel de vida y el malestar por la represión social. Con una oposición real que no tiene representación política (salvo casos locales), atomizada y diversa, la principal preocupación para Vladímir Putin y para el Gobierno es si Alexéi Navalni, de 44 años, que se ha convertido en el crítico más visible y popular contra el presidente ruso, podría lograr unificarla.
Aunque en un país en el que las autoridades vetan continuamente de los comicios a los críticos con el Kremlin “no se puede hablar de una oposición en los mismos términos que en las democracias electorales”, apunta la eminente politóloga Ekaterina Schulmann. Para ella, por tanto, con una oposición real “inexistente”, la cuestión es si Navalni podría convertirse en líder y símbolo de las movilizaciones y transformar lo que está sucediendo en un potente y duradero movimiento de protesta en todo el país. Sin embargo, es pronto para hacer predicciones, remarca.
Y Putin, cuyos índices de aprobación han caído en los últimos tiempos, ha resistido a otras acometidas. Navalni ha ganado popularidad en los últimos años por sus informes sobre la corrupción política y económica rusa y gracias a su presencia permanente en las redes sociales. No obstante, las encuestas del centro Levada, el único independiente de Rusia, le dan un 20% de apoyo frente al 60% del presidente ruso en un sondeo reciente, antes de que regresara de Alemania. Pese a los “filtros en la mente de la ciudadanía” hacia el destacado opositor, invisible para los poderosos medios estatales rusos y acusado por el Kremlin de ser un agente extranjero que quiere desestabilizar el país, la valoración de Navani está aumentando, analiza Denis Volkov, subdirector de Levada.
Las manifestaciones en apoyo a Navalni han aglutinado a un grupo heterogéneo, sin ideología política común. Desde liberales urbanos hasta nacionalistas, libertarios o trotskistas; también a feministas, que hasta hace bien poco no tenían ningún nexo de unión con el destacado opositor ruso, que tradicionalmente conecta mejor con el público masculino, según sus datos. Pero Anastasia Glushkova, activista por los derechos de las mujeres, gritó como la que más en la protesta de Moscú junto a sus compañeras. Allí, entre los gritos de “Putin, ladrón” o “libertad para Navalni”, se encontró con el ecologista Arshak Makichián. En la capital, para casi el 40% de los asistentes, la del sábado pasado era su primera protesta. En esa manifestación, que se saldó con más de 1.500 detenidos (más de 4.000 en todo el país), el 42% eran mujeres, según una encuesta hecha por un grupo de sociólogos y antropólogos.
Navalni ha logrado así reunir un enjambre diverso al que se han sumado todavía más desencantados motivados por su última investigación sobre el patrimonio de Putin, en la que le describe como el verdadero propietario de un lujosísimo palacio en el Mar Negro.
El opositor está logrando cierta unión, no tanto por sus opiniones políticas –el opositor es abiertamente nacionalista, y hace años asistía a las marchas de ultraderecha en Moscú, aunque ha pasado a abrazar posiciones más liberales—, sino porque se le percibe como un símbolo de la ira contra el Kremlin y contra la injusticia, apunta Abbas Galiamov, asesor político y antiguo escritor de discursos para el Gobierno. “Navalni ha eclipsado a todos los demás disidentes o críticos. Eso, unido a la represión de las autoridades sobre el opositor y el autoritarismo y la presión que sufre la ciudadanía, está logrando que el punto pase a ser que si no te gusta Putin seas, automáticamente, partidario de Navalni”, opina Galiamov.
Así lo cree también Anton Sidorenko, de la ciudad de Nizhni Novgorod (oeste de Rusia), activista por los derechos LGTBI en un país en el que la homofobia es una política de Estado y está penalizado difundir materiales sobre relaciones “no tradicionales” que puedan llegar a los menores de edad. Sidorenko, de 33 años, afirma que la situación actual “ha borrado” completamente esas líneas ideológicas, que en Rusia estaban ya extremadamente difuminadas. Rusia Unida (en el Gobierno), es un partido conservador con posiciones nacionalistas, por ejemplo, como otras muchas formaciones políticas. “Ahora se trata de salir a la calle y unirnos contra una autocracia criminal”, comenta Sidorenko en una videollamada desde una moderna cafetería del centro de Nizhni. El activista también cree que Navalni ha dado cierta esperanza de cambio. Y eso, dice, “es extremadamente importante”.
Nikolai Ribakov, presidente del histórico partido liberal Yábloko, por el contrario, no es optimista. “La oposición ha hecho numerosos intentos de unificación en los últimos años, pero no se ha logrado nada sustancial debido a la divergencia en los puntos de vista y conceptos de la lucha política. Y la situación actual no disipará eso”, dice. El político liberal describe a Navalni como una “persona de hype”, o sea alguien que despierta expectativas, emoción, pero “no de ideología o valores”. “Lo que está sucediendo en Rusia es indignante para personas de diferentes ideologías políticas e incluso para aquellos que ni siquiera habían articulado sus puntos de vista. Para muchos no es política, sino activismo cívico”, dice Ribakov, que cree que las movilizaciones son “un arrebato emocional sin una agenda política en un país cansado”. Y todo aliñado con la perspectiva de que Putin, que lleva más de dos décadas en el poder y que cambió la Constitución el año pasado para poder perpetuarse, podría seguir sentado en el sillón del Kremlin hasta 2036.
El caso de Navalni, que está acusado de vulnerar, mientras estaba en Alemania, la libertad condicional que otra polémica sentencia le impuso hace seis años, ha avivado la ira de una ciudadanía verdaderamente exhausta con la situación económica —muy necesitada de reformas— y social de Rusia. La lista de problemas es larga: la inflación ha aumentado, el rublo cayó un 20% el año pasado y los ingresos reales de la población han mermado un 10% desde 2014. Los niveles de pobreza, que se habían agudizado por el declive del precio de los hidrocarburos, se han elevado todavía más durante la pandemia de coronavirus. También el aislamiento y los acontecimientos de la crisis sanitaria, advierte la politóloga Schulmann, han “llenado el recipiente cerrado de energía social”.
Elecciones legislativas clave
Las movilizaciones por la libertad de Navalni tienen previsto seguir este domingo. Las autoridades están maniobrando desenfrenadamente para apagarlas y, con Navalni preso, para alejar de las calles y de las redes a sus principales colaboradores, detenidos y en arresto domiciliario desde el viernes. Esta última oleada represiva, unida a la amenaza de severas penas por participar en manifestaciones prohibidas, podría disuadir a la ciudadanía. Sin embargo, también puede acrecentar todavía más el enfado de la población.
La sincronización de las protestas es clave, apunta el presidente del partido liberal Yábloko, Nikolai Ribakov. El político prevé una oleada represiva todavía más intensa ahora contra partidos de oposición como el suyo o candidatos independientes como prolegómeno a las elecciones legislativas previstas para septiembre. Comicios en los que los aliados de Navalni están casi seguros de que tendrán el tradicional veto de las autoridades.
Las movilizaciones son importantes, destaca la politóloga Ekaterina Schulmann, profesora en la Escuela de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú (MSSES), porque afectarán al curso y al resultado de la campaña y a los comicios y a la composición del futuro Parlamento. El voto de protesta puede ser significativo.
Y en época electoral, sostiene el asesor político Abbas Galiamov, es cuando personas insatisfechas, pero que normalmente no están interesadas en política, buscan alternativas políticas. Y ahí puede tener un impacto la iniciativa de Alexéi Navalni de voto inteligente, que analiza qué candidato tiene más posibilidades contra Rusia Unida y propone apoyarle, y que ya ha cosechado simbólicas victorias en ciudades siberianas.
Con el ejemplo de Bielorrusia, donde las protestas por la democracia y contra Aleksandr Lukashenko, aliado de Putin, continúan desde el verano, el Kremlin ya se rearmó aprobando en diciembre pasado un paquete de medidas que limitaban todavía más la capacidad de los opositores, el derecho de manifestación y endurecían las multas. Su receta sigue siendo la misma: aislar a los opositores, silenciarlos y resistir a las embestidas de sus críticos con medidas de propaganda, iniciativas económicas de apoyo a las familias y apoyándose en el extenso aparato de seguridad. Eso podría seguir funcionando bastante tiempo, cree el activista Anton Sidorenko; hasta que el descontento sea tan grande que “sea imposible quedarse en casa”.