¿Terrorismo sobre ruedas?
Al cierre del 2018 el parque vehicular de la República Dominicana era de cuatro millones 350,884 unidades, de las cuales el 55.1 % eran motocicletas y apenas el 20.9 % automóviles. Eso significa que hoy tenemos cerca de ¡dos millones y medio! de motocicletas en circulación.
Esa cifra pasaría inadvertida en contextos civilizados, no así en un país trágico donde las muertes anuales por accidentes de tránsito superan en ocasiones la tasa anual de homicidios y, por demás, tienen el honor de aparecer entre los primeros diez del mundo en accidentes viales durante los últimos cinco años. Lo grave es que por cada diez accidentes de tránsito hay seis en los que se involucra una motocicleta.
Podrán argüir lo contrario, pero seguiré convencido de que la motocicleta, como medio de carga, es un reducto del subdesarrollo; un infausto relevo del burro o la mula en la vida rural. Su vigencia, como unidad de transporte urbano, retrata la distancia que nos separa de un sistema racional de transporte. Pero si solo fuera esa la condición que le da razón al atraso me daría por pagado; el verdadero problema en este tópico es el analfabetismo vial.
Sí, la circulación de la motocicleta es una bomba activada, y no precisamente por el riesgo de hacer equilibrismo instintivo sobre dos ruedas, sino por la conciencia brutal de conducción de quien la guía. Y no vengan con correcciones o sensiblerías, que todos sabemos cuál es la conducta estándar de un motociclista en las vías de la República Dominicana. No se trata tampoco de distingos sociales, sino de educación, una carencia que afecta a todos los estratos y que se revela sin reparar en las marcas o tipos de vehículos.
Podrán estimar mis conceptos como prejuiciosos, pero el patrón de conducción de la motocicleta en este país es un acto de “terrorismo pacífico”: es salvaje, temerario y suicida, responsable de una cuota importante de los casi treinta mil muertos que en los últimos diecisiete años acumulamos y de convertir los accidentes viales en la primera causa de muerte entre la población de 5 a 29 años.
En sistemas ordenados de vida esos datos activarían alertas y justificarían una declaratoria de emergencia; aquí se asumen como imposición de una convivencia ineludiblemente caótica o como una estampa cultural. No sé qué es más trágico: si la apatía que desaira esa realidad o el luto que cada día arropa a tantos hogares. Me apena cuando en las advertencias que los países emisores de turistas hacen a sus ciudadanos se destaca, como primera alerta, la inseguridad vial de la República Dominicana, con niveles superiores a muchos Estados del África Subsahariana.
Conducir perdió placer en un país de vida desorganizada e instintiva. La experiencia que antes suponía viajar por carreteras se ha convertido en un trance neurótico. Un leve descuido marca la corta y repentina distancia entre la vida y la muerte. Y no es solo manejar a la defensiva; es mantener tensos todos los resortes psicomotores de la atención porque de la nada puede aparecer un motorista que, en vía contraria o por un rebase a la derecha, trastorne todo sentido de equilibrio, control y alerta. Cuando tomo el volante doy por posible e inminente cualquier temeridad y espero que hasta de los cielos pueda caer un motoconchista o un “rápido y furioso” delíveri. Cuando llego a mi destino siento descargar una tonelada de tensiones mientras le doy gracias a Dios por el milagro de la sobrevivencia.
Existe un corredor de la muerte en la autopista Duarte: es el tramo comprendido entre las instalaciones de Telecable Central de La Vega hasta el elevado que se levanta frente a la planta termoeléctrica en la entrada de la ciudad. Sucede que en ambos lados de la vía se abren caminos vecinales de donde salen motoristas que cruzan a su antojo la autopista sin las mínimas cautelas para una vía de rápida circulación, con el agravante de que ese trayecto no tiene señalizaciones por unos trabajos inconclusos que cumplen su cuarto año. Lo espeluznante es cuando en la prima noche se hacen “competiciones clandestinas” de motocicletas sin luces traseras. Aquello es para sobrecogerse: hay que tener la visión de un búho para salir ileso de esa correría terrorista.
Le pido al presidente Abinader parar esto y rescatar del abandono la agenda sobre seguridad vial. Naciones pobres han revertido este cuadro sin esperar el desarrollo. Hablar de una tasa de 20 a 30 muertes por cada cien mil habitantes es escalofriante. Aceptarla sin asombro es irresponsable. La seguridad vial es una lección reprobada en todos los gobiernos. Es una tarea inmensa, intensa y de tiempo, pero finalmente compensatoria.
Cada vez que un gobierno aborda el problema, lo hace generalmente apremiado por las estadísticas; entonces aparecen los operativos de imposición de multas, detenciones, incautaciones y las intenciones de modificar marcos legales. La espectacularidad de esas pantomimas se evapora con el tiempo y volvemos a recogernos en el silencio hasta que el balance de las nuevas muertes nos regrese al espanto.
La seguridad vial es un tema de educación ciudadana. No debe esperar más. Ruego por su inclusión como materia en la formación básica e intermedia, así como en los programas propedéuticos del nivel universitario. Imploro por un plan integral de largo plazo. Entre tanto, el terrorismo vial seguirá celebrando su sádico empeño de arrebatar vidas y sueños. Claro, en nombre de la barbarie.