Donald Trump, de presidente a vecino incómodo en Palm Beach
—Él le está viendo. Va a bajar ahora. Mejor váyase.
El jardinero advierte al periodista de que ha cruzado una línea roja y que todo está registrado en las cámaras de seguridad. “Sigamos hablando pero en la calle. Lo que le molesta es que esté usted aquí en la entrada. Mejor salga porque va a llamar a la policía y se lo van a llevar. Esto es propiedad privada”, insiste en español el trabajador mexicano de una de las mansiones a pie de playa de Palm Beach, los nuevos vecinos de Donald Trump.
La calle es en realidad una carretera. La acera es una franja también asfaltada de medio metro entre el arcén y las primeras baldosas de la casa. Sin vallas, sin arbustos, sin verjas. Sin ninguna señalización. No hacen falta porque todo el mundo sabe que, en caso de duda, todo es privado en Palm Beach.
—¿Qué le parece al dueño de la casa que Trump viva ahora aquí?
—Está preocupado por cosas como esta.
El tipo de cosas que suceden al tener cerca a un expresidente. Y más a uno como Trump, un personaje megalómano que se ha pasado reclamando atención de manera casi compulsiva los cuatro años de su Gobierno. Un imán para curiosos, fanáticos a favor o en contra, periodistas, gente en general que venga a importunar a uno de los rincones más exclusivos del mundo, el patio de recreo de la aristocracia estadounidense desde finales el siglo XIX. Los Rockefeller, los Carnegie o los Kennedy pasaron por aquí.
Trump ha decidido abandonar Nueva York y mudarse a Florida sobre todo por motivos fiscales ―es uno de los Estados en el que se pagan menos impuestos de Estados Unidos― aprovechando que desde los ochenta tiene una mansión a pie de playa en la isla de los superricos. Florida, sobre todo el sur, es además un bastión trumpista, donde ha ganado las dos elecciones. El miércoles pasado fue recibido como un héroe a su llegada a Palm Beach, un condado acomodado a 110 kilómetros de Miami.
Centenares de seguidores arroparon el trayecto de la caravana familiar hasta la isla. Mujeres de clase media, moteros con parches del paranoico movimiento ultra QAnon, clase trabajadora blanca que llegó desde otros lugares del Estado: “He manejado casi dos horas para estar aquí y apoyar a mi presidente”, decía Mike Reynolds, 52 años, conductor de camión.
Los fanáticos trumpistas no viven en el lugar más caro de Florida, donde el precio medio de una casa es de siete millones dólares (5,7 millones de euros), el triple que Miami Beach, según la inmobiliaria local Douglas Elliman. La isla de Palm Beach es además refugio también ilustres demócratas como Michael Bloomberg, exalcalde de Nueva York y enemigo declarado de Trump. Y anda buscando casa el dueño de Amazon, Jeff Bezos, uno de los hombres más ricos del mundo y también adversario del republicano.
La carta a los servicios de Inteligencia
El rechazo de algunos vecinos viene de lejos. En diciembre enviaron una carta conjunta dirigida tanto al condado como a los servicios secretos en la que exponían que el expresidente no puede vivir en la mansión de Mar-a-Lago por razones jurídicas. En los noventa, el propio magnate cambió las escrituras de su residencia particular privada a club social. “Palm Beach tiene otros muchos encantadores inmuebles, seguro que puede encontrar alguno que satisfaga sus necesidades”, cierra la carta, impulsada por los abogados de los vecinos de los Trump, los DeMoss, una rica familia de filántropos evangelistas.
En 1985, un Donald Trump ya millonario gracias a los negocios de su padre constructor compró la finca de siete hectáreas, por 10 millones, incluida la mansión, construida en los años veinte por la oligarca neoyorquina Marjorie Merriweather Post, en su día la mujer más rica de Estados Unidos. La dama de alta sociedad contrató a arquitectos americanos y diseñadores europeos que concibieron un conjunto de inspiración mediterránea, con tejas de Cuba y miles de azulejos españoles. Merriweather Post murió en 1973 y en su testamento ordenó que Mar-a-Lago pasase a ser una residencia de invierno para los presidentes de Estados Unidos. Sus deseos nunca se cumplieron y sus herederos le acabaron vendiendo la propiedad a Trump, persuadido por su exesposa Ivana.
A mediados de los noventa, en un momento difícil para sus negocios, primero intentó derruir la mansión para parcelar el suelo y ponerlo en venta, pero el condado no se lo permitió. Su siguiente movimiento fue convertir el inmueble en un club privado con canchas de tenis, balneario, más de 100 habitaciones y una cuota de inscripción para socios que ahora es de 200.000 dólares (164.521 euros). Los patricios anglosajones de Palm Beach temieron una invasión de nuevos ricos y presionaron al condado. Esta vez sin suerte.
Trump siguió exasperando a sus vecinos al levantar una bandera de Estados Unidos de 24 metros de alto en el jardín, que infringía las normativas de altura, pero sobre todo el gusto discreto de sus vecinos. La tensión fue en aumento al convertirse en presidente. Sus continuos viajes a la que llamó “la Casa Blanca del sur” colapsaban el tráfico varias manzanas a la redonda, con cortes de calles, playas y aglomeraciones de curiosos, fanáticos y periodistas.
Justo lo que volvió a suceder este miércoles tras su llegada a la que ahora será su casa. Desde el martes por la noche las inmediaciones de la mansión estaban tomadas por la policía, con helicópteros sobrevolando la zona y cortes de tráfico que el miércoles llegaban al puente que une la isla con tierra firme. “Es muy incómodo porque no puedes caminar ni ir a la playa. Además, yo ni siquiera puedo casi salir de casa porque no soy de aquí”, explicaba CK Magalli, de 22 años, una estudiante de psicología de origen filipino. Su tía trabaja de cocinera interna en una de las mansiones dentro del perímetro de seguridad y le recomendó a su sobrina que no se moviera mucho estos días.
La penúltima polémica de la casa de Mar-a-Lago llegó en Nochevieja. El salón de baile de la mansión, decorado al estilo Luis XIV, albergó una fiesta para más de 500 invitados a 1.000 dólares por persona. En un vídeo subido a las redes sociales por el hijo mayor del magnate, Donald Trump Jr, se ve a la muchedumbre sin mascarilla mientras en el escenario canta Vanilla Ice, la réplica blanca y desteñida del boom del hip-hop en los noventa. El condado intervino de nuevo con una carta al gerente del inmueble donde le advertía que una nueva infracción de las normativas sanitarias conllevaría una multa de 15.000 dólares (12.340 euros).
El diputado demócrata local Omari Hardy se lamentaba días después: “La permisividad del condado lanza el mensaje de que puedes saltarte las normas si eres rico y tienes buenos contactos”. Un argumento similar al de la periodista Lysandra Ohrstrom, una antigua amiga de Ivanka Trump, compañeras en una escuela de élite para niñas en el Upper East Side de Manhattan. En un duro artículo publicado en Vanity Fair, le daba definitivamente la espalda por haberse alineado con las políticas más salvajes de su padre con este mensaje de despedida del Nueva York cosmopolita y liberal donde se conocieron: “Espero que Ivanka encuentre un aterrizaje suave en Palm Beach, y viva donde la supremacía blanca es de rigor y la mayoría de las fechorías se perdonan si tienes suficiente dinero”.