Signos epocales
En la loca década de los 20, la publicidad se hizo cada vez más presente en los artes promocionales de bienes y servicios, dando vistosidad y soltura en la diagramación a las rígidas columnas rectangulares de los periódicos y las revistas ilustradas. A las etiquetas comerciales, a los carteles y almanaques salidos de los talleres litográficos que incorporaban el color en la impresión.
Los cigarros de La Habanera y los cigarrillos Sport. La excelencia y el privilegio de montarse en un Packard -que llevó al poeta Manuel del Cabral a exaltarlo para desde allí contemplar mejor la luna-, distribuido por Manuel Alfaro Reyes en Santo Domingo y San Pedro de Macorís, dotado de un sistema de inyección de lubricación considerado “perfecto”. El certificado de garantía por un año que otorgaba Studebaker y Erskine a sus vehículos, representados aquí por Hispaniola Motor Company.
Fundada en 1852 en South Bend, Indiana, como fabricante de vagones y carros funerarios, la empresa incursionó en el negocio de automóviles al iniciar el siglo XX. La literatura que acompañaba sus artes apelaba en forma engañosa a su experiencia de “76 años en la construcción de vehículos”, cuando realmente en el ramo automotriz era sólo de un par de décadas, aunque con bien ganado prestigio.
En Santo Domingo, con sede en El Conde frente al Parque Colón y luego en la Arzobispo Nouel, se establecería la Línea Duarte o la Studebaker para la prestación de servicios de transporte de pasajeros al interior y de envíos de paquetes. En la que laboró el puertoplateño Fabián Tello Alvarado, mejor conocido como Macalé, que derivó en un puesto de revistas, periódicos, libros y dulces criollos hechos en Santiago. Frente a las oficinas de la Casa Brugal.
Como si fuera campaña guiada por la magia creativa de los masters de la publicidad local Damaris Defilló, Miñín Soto, Efraím Castillo, Nandy Rivas, el Príncipe Brinio Díaz o Checheo Rivera, la Santo Domingo Motors Co., bajo el pulso emprendedor de Amadeo Barletta, asumió desde 1920 una vigorosa representación en el país de las marcas de General Motors Co.: Chevrolet, Cadillac, Olds, Buick y Opel. En una caja de zapatos Florsheim llena de recortes de prensa y papeles amarillentos, que depositara para mí el enigmático Joan Sardá en el Palacio de la Esquizofrenia, hallé un cliché suelto de la Santo Domingo Motors.
La publicidad jugaba, en términos comparativos, con las ventajas relativas de lo que denomina “Los Cuatro Grandes Acontecimientos del Siglo XX”, aludiendo con ello a la tecnología del transporte: “el Monoplano Fokker, el Tren Expreso 20th Century Limited y el Gran Transatlántico”, para añadir su producto, bajo el epígrafe impactante de “el Factor Cadillac”. Tras describir los perfiles específicos de los 3 primeros, pasa a ponderar las bondades del automóvil.
“Hállase siempre, incondicionalmente, a las órdenes de quien lo posee, listo para conducirlo al lugar donde se le antoje. Avanza y se para cuando y donde se le ordena, y tanto transporta un solo pasajero como toda una numerosa familia -con un gasto de unos centavos por kilómetro”.
Pese a que los relatos sobre la Santo Domingo Motors refieren que en su primer año de operaciones apenas colocó 3 automóviles, es indudable que pronto alcanzó éxito mercantil. La tenacidad de Barletta lograría en su fructífera hoja de vida empresarial, bajo la razón social Ambar Motors, cubrir los mercados de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo.
En la publicidad del Cadillac a finales de los años 20, el texto enfatizaba la existencia de 27 millones de automóviles circulando por el mundo, como una manera de estimular la compra de este medio de locomoción moderno.
Aparte del automóvil que reivindicaba su presencia urbana al presionar el asfaltado de calles y motivaba la construcción de las carreteras troncales que unirían a la capital con el Cibao, vía la Duarte, con el Sur, a través de la Sánchez, y el Este, mediante la Mella, el país contaba con otros medios de transporte.
Desde finales del siglo XIX, el ferrocarril echó raíces en las zonas azucareras para trasladar las cañas cargadas en los campos a los ingenios y el azúcar hasta los muelles de embarque al exterior. El Ferrocarril Sánchez-La Vega unió estos dos polos de desarrollo comercial, moviendo carga y pasajeros en su ruta. Como lo haría luego el Ferrocarril Central Dominicano que empataría a Santiago con Puerto Plata. Y sus correspondientes ramificaciones.
Un itinerario de 1928 de los trenes de pasajeros números 10 y 17, del Ferrocarril Central administrado por la Dirección General de Obras Públicas -que me dejara generosamente Sardá en su curiosa caja de zapatos-, muestra la cobertura puntual de estos medios en 19 paradas o estaciones -San Marcos, Barrabás, Bajabonico, Pérez, Altamira, Navarrete, entre otras- desde el puerto cosmopolita del Atlántico hasta la Ciudad Corazón, centro de la producción tabacalera del Cibao -que hoy nos proporciona unos 900 millones de dólares en exportaciones de cigarros de primera clase.
Entre los servicios del FCD, figuraba el transporte “de automóviles con sus pasajeros de Navarrete a Bajabonico o a Puerto Plata o viceversa”, empleándose “plataformas agregadas detrás de los trenes regulares de pasajeros o de carga”. Los sábados y domingos, operaban “trenes de excursión”, una manera de mover el pasaje en esos feriados con ofertas tarifarias atractivas. Asimismo, se ofrecía un servicio especial de automóviles de gasolina, “con capacidad para 3 pasajeros cada uno y una muy limitada cantidad de equipaje de mano. La cuota de Puerto Plata a Navarrete y a todos los puntos intermedios o viceversa, $25.”
Por la vía marítima, los dominicanos nos comunicábamos con New York, San Juan, La Habana, Santiago de Cuba, aprovechando las rutas regulares de los vapores Coamo, Borinquen, Cherokee, Algoquin, Julia, Catherine, Hurón, Oneida, Lubek, Delisle, entre otros. Igual con líneas europeas. En adición, una amplia flota de goletas cubría el tráfico de cabotaje, como lo hacían los itinerarios de varios de los vapores de compañías navieras. Las goletas, por demás, mantenían un activo comercio con las islas del Caribe.
Entre los sueltos de Sardá, figura un interesante relato de un periodista que hizo un viaje desde San Juan de Puerto Rico hasta Santo Domingo, a bordo del potente avión Santa María, un biplano dotado de 2 tanques de combustible de 175 galones, 3 motores tipo Wright de 220 HP enfriados por aire, con 3 hélices de aluminio tipo Curtiss.
“El coche, lujoso, cómodo y coquetón, tiene capacidad para 10 pasajeros, situados 5 a cada lado. Los asientos de mimbre y cojines están fijados al piso. Hay unas pequeñas ventanas de cristal que se corren horizontalmente. Detrás del coche para los pasajeros hay un reservado, donde también se colocan el equipaje y bultos de viajeros. Frente al coche donde van los pasajeros está la cámara del piloto y de su mecánico. Dos cronómetros permiten hacer saber a los viajeros la altura y la velocidad que lleva el avión.”
La descripción del vuelo y sus vistas panorámicas -sumamente ilustrativas al volar el aparato a baja altura- me hizo recordar vuelos internos realizados sobre la Isla del Encanto por quien escribe, así como otros desde Santo Domingo a San Juan en aviones pequeños de Eastern.
El pasajero que hacía su primera experiencia en esta línea aérea a finales de los años 20, confirmó en su reloj al aterrizar en el aeródromo enfangado -porque había estado lloviendo- ubicado en las afueras de la ciudad a varios kilómetros de distancia, que el trayecto desde San Juan se había cubierto en 2:45. Tras recibir un trato cortés en la revisión del equipaje, fue conducido en uno de los autos de la compañía aérea a la ciudad, alojándose en el Hotel Colón. Allí sería atendido por el “culto y jovial joven dominicano Mirtilio Peguero, alto empleado de la Compañía Aérea”.
Leyendo la prensa sentado en un banco del Parque Colón, el visitante encontró que en el teatro Capitolio, ante su vista, se exhibía el film Labios Rojos, que en el Colón -detrás de la Casa de España- se presentaba La bailarina española y en el Rialto, a pocos pasos en la calle Duarte, se exhibía El panadero de Venecia, debutando luego Raquel Abella, una tonadillera y bailarina en gira. En el otro extremo de El Conde, frente al Parque Independencia, el teatro homónimo tenía en cartelera El camino de hierro y programa de boxeo. Y así tenía otras opciones en los cines Quisqueya (luego Paramount), Capotillo y Travieso.
Al visitante le gustó la atmósfera de la vieja ciudad. Pudo observar que la élite ensayaba valses, polkas, foxtrots, charleston, one-step y two-step rags, en los salones engalanados del Casino de la Juventud, el Club Unión, la Casa de España y el Club Sirio Libanés. Que “jugaba carnaval” en comparsas, lanzándose confetis y serpentinas, bolas de cera con agua perfumada, desde carrozas y balcones floridos en los meses reservados a la Patria.
Se enteró que el rural, en enramadas con piso de tierra o cemento pulido, le daba cintura al merengue liniero de acordeón, güira y tambora, o a la mangulina sureña. Mientras el pueblo llano gozaba sones y guarachas de los Matamoros y el Trío Borinquen, con sus letras salpicadas de doble sentido. Que sonaban en Victrolas, los aparatos de radio y en presentaciones en vivo de estos grupos.
La rumba daba para todo…