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Un católico en la Casa Blanca

Un católico en la Casa Blanca

Un católico en la Casa Blanca

La primera vez que en Estados Unidos se eligió un presidente católico fue en las elecciones de 1960 cuando el joven senador demócrata de Massachusetts John F. Kennedy venció al candidato republicano Richard Nixon, aunque aquel no pudo concluir su mandato al ser asesinado el 22 de noviembre de 1963. Tomó sesenta años para que se produjera la elección del segundo presidente católico en la persona de Joe Biden, oriundo de Scranton, Pensilvania, pero que desarrolló su vida política en Delaware donde fue electo senador con apenas treinta años en 1972, en cuya posición se mantuvo hasta que renunció el 15 de enero de 2009 para ocupar la vicepresidencia de Estados Unidos como compañero del presidente Barack Obama.

Biden es un católico practicante cuya fe juega un papel central tanto en su vida personal y familiar como en su actividad política. Es un católico progresista que se nutrió de la doctrina social de la Iglesia, de las enseñanzas del papa Juan XXIII y, de alguna manera, de lo que llegó a Estados Unidos de la teología de la liberación y su opción preferencial por los pobres. En tiempos recientes ha manifestado su admiración y respeto por el papa Francisco con quien se ha reunido en dos oportunidades.

La presidencia de Biden ofrece una gran oportunidad a la Iglesia católica si esta aprovecha la visibilidad que tendrá para cambiar la manera y el tono como ha venido planteando ciertos temas tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Es un escenario que puede servir a la Iglesia católica para reconectar con su vieja tradición de lucha a favor de los sectores más vulnerables y marginados en un momento en que no hay voces suficientemente fuertes y creíbles para hacer que se tome en cuenta en las políticas públicas a millones de personas alrededor del mundo impactadas por la pandemia, la crisis económica, las guerras y los conflictos internos, los grandes desplazamientos humanos, la xenofobia, el racismo y la discriminación.

Sin duda, el contexto es bastante complejo y desafiante para la Iglesia católica. En años recientes su credibilidad ha estado en el piso por los desconcertantes y desgarradores casos de abuso sexual en diferentes partes del mundo, además de los escándalos financieros que han impactado al Vaticano. Estos problemas han consumido gran parte de las energías del liderazgo eclesial, especialmente del papa Francisco, en una búsqueda de respuestas correctivas y reparadoras que restablezcan la confianza perdida en millones de fieles y en muchos otros sectores no católicos que respetaban el papel que la Iglesia católica jugaba a nivel global.

La Iglesia católica ha puesto también una atención obsesiva a ciertos temas, como el aborto y la homosexualidad, lo que le ha hecho perder presencia en otros ámbitos que requieren su liderazgo moral y religioso. Tal vez sin darse cuenta la Iglesia católica en Estados Unidos se dejó arrastrar por el discurso de la denominada “derecha cristiana” que tomó su mayor impulso con la creación, hacia finales de los años setenta, del denominado Moral Majority del reverendo Jerry Falwell y la puesta en marcha de un movimiento político-religioso de apoyo al Partido Republicano con miras a revertir muchos cambios que se estaban produciendo en la sociedad norteamericana.

Este movimiento encontró en la sentencia Roe v Wade, mediante la cual la Suprema Corte de Estados Unidos liberalizó el aborto en 1973, el mejor motivo para atacar a los jueces “activistas” y “liberales” a quienes se les acusaba –a veces con razón- de “legislar desde el estrado”, aunque en realidad lo que molestó a la derecha política de ese país no fue solo esa decisión sino también otras que había tomado dicha corte con el fin de, por ejemplo, terminar con la segregación racial, integrar a niños blancos y negros en las escuelas públicas, permitir el matrimonio interracial, fortalecer los derechos de los justiciables, entre otras. La Iglesia católica estaba en el lado opuesto de la derecha norteamericana en todos esos temas por su tradición a favor de los excluidos, los marginados, los trabajadores, los migrantes y otros sectores sociales vulnerables, pero fue perdiendo presencia y liderazgo en esos temas por encuadrar cada vez más su accionar en la lógica impuesta por la derecha cristiana como soporte fundamental del movimiento conservador.

El ciclo político que se abre en Estados Unidos, con un nuevo presidente católico que formó una amplia coalición para enfrentar la igualmente amplia coalición de Donald Trump, le da a la Iglesia católica la oportunidad de recuperar su propia voz y dejar de ser un simple eco de la derecha cristiana. No es que la Iglesia tenga que abandonar su doctrina sobre el aborto, por ejemplo. No, bajo ninguna circunstancia; más bien debe fortalecer su mensaje en esta materia ante sus fieles y en todos los ámbitos en los que pueda ejercer influencia, pero a la vez debe dar el paso adelante y reconocer que la sociedad es cada vez más plural y que ella no puede imponer, vía legislación, su visión de las cosas sobre los demás. Así, el gran desafío para la Iglesia católica es cómo balancear la defensa de su doctrina con una aceptación de la secularidad propia de los regímenes democrático-liberales en los que ella tiene que actuar y en los que tiene grandes aportes que hacer.

Proyectar un discurso con un profundo sentido de compasión, solidaridad, apertura y tolerancia, en línea con lo que el papa Francisco ha querido transmitir aún en medio de la grave crisis de credibilidad que vive la Iglesia católica, es lo que le permitirá a esta comenzar a recuperar el terreno perdido y reconectar con viejos y potenciales fieles. Un católico en la Casa Blanca, demócrata progresista pero de temperamento moderado, puede ser la ocasión para que la Iglesia católica desarrolle un nuevo tipo de liderazgo con una agenda mucho más amplia e incluyente y con un estilo más dialogante ante la pluralidad de sujetos, con sus necesidades, identidades y aspiraciones propias, que caracteriza a la sociedad contemporánea.

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