Hoy es un día de escasos lectores. Si no fuera por el compromiso con este diario, dejaría desierto este espacio. La gente está en otra cosa. Los 24 y 31 de diciembre suelen ser días de muchos apremios. La masa, frenética, abarrota calles, tiendas y mercados empujada por un instinto compulsivo de compras. Son fiestas del consumo, y no precisamente de letras. Las cenas de Navidad y Año Nuevo no admiten pretextos; han probado ser las tradiciones más arraigadas en la cultura religiosa latina. Ni agnósticos ni ateos negocian con los cueritos crujientes del puerco asado.

De modo que lo que pueda escribir hoy será para pocos. Eso me da cierta libertad, tan relajada como la que me arrogo cuando llego a casa y me quito ropa y zapatos para “tirarme”, en clavado, sobre la cama. Un momento pletórico en el que boca arriba escucho la callada sabiduría del techo. Puedo escoger cualquier tema, convencido de que, aparte de mí, quizás lo lean en la redacción del diario.

Lo que siempre se espera para esta ocasión es un artículo reflexivo sobre el balance del año que pasa o una proyección del que viene con notas inspiradoras de optimismo; pero, sinceramente, no estoy para eso. Además, es una crónica de rigor en casi todos los diarios del mundo. Basta guglear en cualquier idioma para terminar abrumados.

Tampoco se me antoja sumarme a las necias condenas al 2020, año que no tolera más maldiciones. Me indispone tal majadería, porque ¿qué culpa tiene el año de que pasen las cosas? Los eventos se dan en el tiempo y no por él. Y si sigo resabiando diría que no existe nuevo o viejo año; el tiempo es infinitamente continuo, lineal y unitario. Al menos, eso pienso. El calendario apenas ordena y fracciona la memoria de la existencia. El nuevo año es una ilusión. A la postre, de nosotros depende que sucedan o no las cosas. Así, ¿qué valor tiene el tiempo sin planes o propósitos de vida? Las acciones u omisiones del hombre o de los pueblos generan los cambios. Esta pandemia, por ejemplo, además de enfermedad, ha sido una prueba a un rendimiento muy pobre del sentido solidario. Más que del 2020, la culpa es de todos. Si bien no fuimos intencionalmente responsables de sus causas (sin jugar a conspiraciones chinas), no así de sus efectos. Pero, sigo sin tema…

¡Ah!… ¡ya sé! se me ocurre escribir escuetamente sobre los breves placeres. Esas sensaciones gratificantes que desbordan el tiempo en que se dan. Quizás por eso son tan intensas: por la conciencia implícita de su brevedad. Es que no hay nada placentero que dure más que su momento. Y no hablo solo de orgasmos, para los prejuiciosos. Tiene que ver con actitud de vida; con una sensibilidad contemplativa para “sentir” trascendencia en los detalles, para no dejar pasar las cosas como “normales”, para disfrutar los episodios de la historia completa.

Si todo fuera pleno, como un estado de ataraxia o nirvana, ¿qué fuerza vital animaría los sacrificios, los esfuerzos o el trabajo humano? Las satisfacciones más hondas resultan de los logros más porfiados como justas compensaciones a los rigores de la existencia. Pero no aludo al deleite nacido de realizaciones extraordinarias; me ocupo de algo más simple y menudo: hablo de las cortas vivencias que matizan la rutina. Esas experiencias lenitivas que suavizan la textura de la vida sin mayor inversión que la actitud espiritual para valorarlas. Son tantas y diversas que quien logre antologarlas en el relato de su existencia es un afortunado; sabe vivir espiritualmente. Esos episodios tienen la virtuosa propiedad de recrear su goce en cada evocación o con la rápida captura de su imagen emocional.

¿Quién, por ejemplo, no ha vivido el placer del descanso? Empuñar, cansado, la esquina de una almohada oliente a algodón fresco después de un buen baño; apretar los ojos, blanquear los pensamientos y retorcer los dedos de los pies hasta arrancarles un suave chasquido de alivio, antes de dormir, es una sensación fronteriza con la muerte sin miedo. La distancia entre las dos rendiciones es apenas la esperanza de despertar.

Pero ¿quién no ha aspirado el olor mineral de la tierra caliente cuando es rociada por la lluvia repentina del verano? Huele a raíz, barro, moho y monte. Una mezcla promiscua que nos hace sentir polvo de vida. ¿Y qué decir del sonido de la lluvia sobre el zinc? Es un tañido metálico que abriga el alma. Bajo sus notas se cobija, inquieta, una multitud de nostalgias, porque, como escribía John Steinbeck: “uno puede encontrar tantos dolores cuando la lluvia está cayendo”. Su sonido nos llama al calor compartido, a la espera callada, a los recuerdos dormidos. En ella la soledad respira más fuerte y las fantasías, mojadas, regresan hambrientas de otras hogueras.

¿Y qué decir de las tardes grises? Sobre todo en aquellos ambientes donde los cambios de estaciones son estafas. Escasamente viajo en diciembre, enero y febrero. Y es que en pocos destinos del mundo se pueden disfrutar las estampas de nuestro “invierno”. Temperaturas templadas con tiempos soleados es un cuadro emocional inenarrable. Sin embargo, me gustan las tardes grises. Diciembre es muy temperamental y en sus antojos sorprende con una que otra tarde fresca y sin sol. La experiencia es mística. Su manto nebuloso le da quietud y espera al día; nos empuja mansamente a cálidos rincones, a citas repentinas, a lecturas ligeras, a caminatas inciertas, a mesas de cafés y… a un chocolate humeante con canela. El “te quiero” suena más sincero… y los besos se sienten más tibios.

Creo que el espíritu navideño que late en nuestras tradiciones tiene que ver con el inicio del invierno. Nunca sería igual la Navidad en un agosto caluroso, pegajoso y ruidoso. La llamada “brisita navideña” es toda una experiencia interior, intensamente decembrina, que solo puede sentir, pero jamás explicar, un dominicano. Por eso su suave presencia es y seguirá siendo un viejo misterio envuelto en una cesta de añoranzas, ponches y villancicos. Obvio, las generaciones de hoy son otras y ya la llegada de Juanita no es tan esperada ni los merengues navideños con sus aires cadenciosos despiertan parecidas nostalgias.

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